lunes, 25 de marzo de 2013

ASPECTOS FORMALES DE LA NARRATIVA


Aspectos formales de la narrativa
Por Jorge Gómez Jiménez
Ortografía
El uso de la puntuación y otros elementos ortográficos como determinantes de acciones y caracteres en la literatura.
El idioma
El idioma es el conjunto de las palabras con las que los individuos de un pueblo se comunican entre sí. Se ha dicho que una de las principales cartas de identidad de un grupo humano es su idioma. Sea que hablemos de lenguas habladas por millones de personas, como el castellano o el inglés, o de dialectos usados por grupos tribales para designar las maravillas de su cotidianidad, el idioma es la herramienta que ha dado al ser humano superioridad sobre las demás especies, al permitir trasmitir conocimientos de una persona a otra, o a otras.
Las reglas de todo idioma están contenidas en dos disciplinas entrelazadas: la ortografía y la gramática. La ortografía se ocupa de la disposición de los signos del idioma —las letras y sus modificadores, como el acento, el punto, la coma— para el correcto entendimiento de las palabras, y atañe en última instancia al lenguaje escrito; la segunda es más compleja, pues dictamina las relaciones que existen entre las palabras para producir la frase, la versión escrita de nuestras ideas, y atañe tanto al lenguaje hablado como al escrito.
La ortografía y la gramática son, entonces, el esqueleto del idioma. Son establecidas formalmente por los estudiosos de la lengua, pero en realidad tienen su fundamento último en la manera como los pueblos hablan. A lo largo de los siglos, el idioma experimenta un verdadero proceso de evolución que se alimenta del habla del hombre común más que de las reglas dictadas por los filólogos. El idioma muta, constantemente cambia su forma, porque la gente lo enriquece añadiendo palabras o combinando las ya existentes, importando vocablos de otras lenguas y en ocasiones hasta sustituyendo palabras que se ignoran con otras que sólo tienen significado para un grupo, una familia o hasta para un solo individuo. Paradójicamente, este proceso suele ser designado comúnmente con la palabra degeneración.
Nuestro idioma es el español, o castellano si atendemos al reclamo que nos recuerda que nuestra lengua nació en la antigua provincia de Castilla. Evolucionó a partir de la mezcla procurada por diversas y sucesivas invasiones a la Península Ibérica, donde hoy están las naciones de España y Portugal. Para que se sentaran las bases de lo que hoy conocemos como nuestro idioma, fue necesario que los romanos tomaran en su poder la península en 218 a.C., conquistada tiempo antes por los cartagineses. Los romanos impusieron un nuevo nombre para la antigua Iberia, que pasó a llamarse Hispania, y como era de esperarse, por haber sido la actitud en los otros pueblos conquistados, impusieron también su lengua, el latín. Éste se hizo de uso masivo en la región y en relativo corto tiempo desaparecieron todas las lenguas ibéricas, a excepción del vasco —que aún en nuestros días se usa.
También el latín habría de desaparecer, pues con los siglos este idioma sufrió también el mismo proceso de transformación por el que necesariamente tiene que pasar toda lengua humana. En un principio se vio modificado por las lenguas ibéricas que pretendió sustituir, y los romanos establecidos en la península adoptaron un acento distinto al original. El latín hablado en la región poco a poco perdió el uso que se le daba a las letras f y v, y articulaba distinto la letra s. La f latina, utilizada como letra inicial de muchas palabras, se convirtió en la h que hoy conocemos. Palabras como hijo y hacer provienen de sus pares latinas filium y facere.
Estas modificaciones, que originalmente se debieron al uso popular de la lengua, se convirtieron con el paso del tiempo en grietas importantes en la manera como pueblos diversos, conquistados todos por Roma, terminaron hablando el latín. El idioma original permaneció inmutable, atado a sus reglas ortográficas y gramaticales con las que aún hoy se enseña académicamente. Pero el idioma hablado en la calle por mercaderes y campesinos se alimentó de las peculiaridades de cada región y dio vida a varias lenguas que serían llamadas romances: el castellano, el francés, el italiano, el portugués, el rumano, el catalán y otras menos conocidas como el dalmático —hoy lengua muerta—, el sardo o el provenzal. Estas lenguas iniciaron sus propios procesos de evolución, con toda libertad, a partir del siglo V, cuando cae el imperio romano de occidente.
En 415 d.C. llegan a la península cien mil visigodos, que tenían la más avanzada civilización germánica. La influencia de su cultura en nuestro idioma fue relativamente pequeña dado que por más de un siglo se mantuvieron reacios a establecer contactos con otros pueblos cercanos. De ellos conservamos algunas palabras que hoy reconocemos automáticamente como nuestras y que jamás pensaríamos provenientes de las raíces del alemán actual, como orgullo, ropa, garbo o guerra.
En 622 el profeta musulmán Mahoma lanza a su pueblo a una guerra santa con la finalidad de implantar la doctrina de Alá, contenida en el Corán. Los musulmanes eran guerreros feroces y en poco tiempo llegaron a dominar grandes territorios, adentrándose inclusive en Europa. A la Península Ibérica llegaron en 711 y en pocos años completaron el proceso de conquista de todos sus pueblos, a excepción de una pequeña reserva cristiana oculta en las montañas del norte. Estos cristianos emprenderían un proceso llamado Reconquista, que vio cumplido su objetivo sólo después de ocho siglos y entre cuyos personajes heroicos se encuentra el famoso Cid Campeador, Ruy (Rodrigo) Díaz de Vivar.
Esos ochocientos años de predominio árabe dieron a la cultura española gran parte de los elementos que la conforman hoy en día. No fue un período de guerra continua y en las épocas de paz relativa se incrementaban las relaciones entre españoles y árabes. Había grupos de árabes viviendo entre españoles y viceversa, así como individuos de uno y otro pueblo que abrazaban la religión del que la historia había colocado como adversario. La gran influencia árabe que derivó de estas relaciones funcionó también en el idioma. Es así como la gran mayoría de los nombres que usamos quienes nacimos en países de habla hispana tienen raíces árabes, y un alto porcentaje de nuestras palabras, especialmente las que empiezan con la letra a, vienen directamente del árabe: albañil, arroba, albóndiga, almíbar, alcabala, aldea.
La Reconquista no fue un proceso fácil, pero tampoco esperó mucho tiempo antes de obtener su primera victoria, que fue el establecimiento del reino de Asturias en 718, después de que Don Pelayo venciera a los moros en Covadonga. Los cristianos fueron recuperando poco a poco los territorios que los árabes les habían arrebatado. Hacia fines del siglo XI, la provincia de Castilla, creada después de que sus territorios fueran independizados del dominio ejercido por los reyes de Asturias y León, ejerce hegemonía política sobre otras provincias cristianas. Antes de Castilla la provincia principal había sido la de Navarra, antes la de León y mucho antes la de Asturias. Cada período tuvo también su lengua preponderante. El castellano se impuso cuando Castilla logró alcanzar la máxima importancia política, y definitivamente empezó su proceso evolutivo como lengua unificadora de regiones cuando el reino castellano echó a los árabes de Granada y, por añadidura, dio nuevos horizontes a la cristiandad española al anexarse los territorios conquistados en las Américas, ambos hitos en 1492.
Para el momento en que Granada es reconquistada, y con ella recuperada España toda, ya el castellano era una lengua de uso común entre el pueblo y los ámbitos cultos. En 1140 ya se había escrito la primera gran obra en nuestro idioma, el Cantar del Mío Cid, poema épico que exalta al héroe Rodrigo Díaz de Vivar. En el siglo XIII, el poeta culto Gonzalo de Berceo, clérigo educado en San Millán, desafiaba el uso del latín en la Iglesia escribiendo su poesía en castellano, idioma, como escribió, en cual suele el pueblo fablar con su vezino. Por la misma época, Alfonso X el Sabio ordena el empleo oficial del castellano en la redacción de documentos públicos y en los anales históricos, labores antes desarrolladas en latín. Se reconoce esto como el nacimiento formal del idioma castellano.
El idioma y el escritor
La creación literaria ha sido uno de los medios más efectivos para la difusión de nuestro idioma. De hecho, fue por mucho tiempo, después de la manipulación de la lengua por parte de la gente común, el factor más influyente en la solidificación y divulgación de los patrones que rigen el idioma. Hoy, además de la literatura y del habla vulgar, el idioma fluye a través de los grandes medios de comunicación y particularmente en nuestra década empieza a olvidarse de las fronteras al irrumpir las grandes redes electrónicas lideradas por Internet.
Al ser el idioma la sustancia con la que trabaja el escritor, éste mantiene una relación necesaria con aquél. Aunque no es un requisito imprescindible para ser buen escritor, el dominio del idioma brinda un arma invaluable. No es un requisito imprescindible por varias razones, pero particularmente porque el escribir de la manera correcta las palabras sólo cubre el aspecto técnico de la literatura. Los otros elementos de la literatura no dependen directamente de las reglas idiomáticas. La importancia real de conocer a fondo el idioma está en la posibilidad de experimentar múltiples formas de expresar sensaciones, narrar situaciones o describir el entorno. Para uno y otro lado, los extremos son dañinos: el escritor que se valga únicamente del factor creativo a lo sumo podrá crear material para la lectura de evasión, para el entretenimiento; el que se apoye exclusivamente en el dominio del lenguaje se volverá inaguantable y seguramente su lenguaje será rebuscado; el escritor que logre establecer un vínculo de equilibrio entre lo que escribe y cómo lo escribe, estará en capacidad de generar un juego de interacción con sus lectores. Ésta es, a nuestro juicio, la mejor forma de hacer literatura.
En nuestra época, el castellano se ha afianzado como uno de los idiomas más importantes del mundo. Se lo enseña en universidades de países no hispanoparlantes y el desmesurado crecimiento demográfico de los asentamientos hispanos en otros horizontes ha dado un peso insospechado a nuestra lengua. Sin embargo, esto ha convertido al castellano en un ente cargado de reglas nada sencillas de aprender, a lo que se suman las dificultades que ocasiona el hecho mismo de encontrarse en constante e hirviente evolución. Ya en las regiones de Estados Unidos con fuerte presencia latina se establece de hecho —y algunos afirman que ya de derecho— una mezcla de vocablos hispanos con anglosajones que se ha dado en llamar spanglish por la unión de las palabras inglesas spanish e english. Hay escritores que han publicado libros en ese dialecto y se supone que durante el próximo siglo este hecho tomará una importancia inusitada al producir una tercera lengua con patrones evolutivos independientes del inglés y el español.
Nuestro idioma, como varios otros idiomas occidentales, se basa en veintiocho letras —contamos aquí las letras ch y ll— y varios signos de puntuación. Cada una de estas letras tiene sus propias reglas de uso; lo mismo ocurre con los signos. Las letras nos dan el fundamento básico de lo que se dice y los signos son modificadores que contribuyen a dar la idea correcta de la entonación en que las palabras deben ser pronunciadas.
La creación de personajes
Manejo de elementos psicológicos para la creación de caracteres perfectamente delimitables; asignación de nombres a los personajes; el personaje anónimo; el escritor como personaje.
Básicamente, un personaje es un ente capaz de ejecutar acciones en una historia. Aunque ésta podría ser tomada como una definición suficientemente compacta del personaje, tendremos que detenernos a desglosarla en sus dos elementos: el personaje es un ente y este ente es capaz de ejecutar acciones en una historia, para comprenderla cabalmente.
Cuando nos referimos al personaje como un ente tratamos de desligar el concepto general de personaje de la idea de que los personajes siempre han de ser seres humanos. Desde tiempos inmemoriales, la literatura ha estado llena de personajes encarnados en miembros de los reinos animal, vegetal o mineral, así como en objetos y hasta en ideas. Nada más pensemos, para ilustrarlo, en la poco conocida Bracacomiomaquia, de Homero, que describe la batalla entre las ranas y los ratones, o las recurrentes fábulas de Esopo: en ambos casos, los personajes son representados por animales. En el texto original de Pinocchio, del italiano Carlo Collodi, el personaje principal es un muñeco de madera y además hay personajes encarnados por animales o por humanos. En Pedro Páramo, del mexicano Juan Rulfo, la mayoría de los personajes son personas muertas, lo cual nos brinda una perspectiva especial del concepto de personaje. En La vez que lunes fue domingo, del venezolano Francisco Massiani, los personajes principales son los días de la semana.
Como hemos visto, no existen límites para la naturaleza que tendrán los personajes en una historia. Así que lo que hace que un ente se transforme en personaje es que el escritor le dote de la posibilidad de ejecutar una acción determinada. Sin embargo, es preciso saber que esta acción debe ser ejecutada por el ente de manera consciente. El que en una historia exista una puerta que se abre no quiere decir que la puerta sea ya un personaje; el escritor tiene que añadir elementos que nos indiquen que la puerta se ha abierto por su propia cuenta con un objetivo específico. Si la puerta se abre, por ejemplo, porque sabe que debe abrirse, y lo hace ante circunstancias específicas, adquiere carácter de personaje y ocupa como tal un lugar en la historia. Este recurso del escritor, que esencialmente se logra otorgando características humanas a un ente que en la realidad no las tiene, ha sido académicamente denominado humanización.
Al dotarles de características humanas, el escritor le da a los personajes una posibilidad adicional: tener su propia psicología. A través de su experiencia vital, el escritor aprende que las personas pueden agruparse en diversas tipologías. Entonces localiza ciertas características clásicas del huraño, del rico, del trabajador, del borracho, de las feministas, de los orgullosos, de los débiles... Mientras mayor sea la experiencia del escritor, tanto desde el punto de vista literario como en las diversas situaciones que se presentan en la vida, mejor será el manejo de los personajes si logra traducir en ellos las características que ha aprendido de la gente que ha conocido en el tiempo.
En una historia compleja, donde los personajes sean en su mayoría seres humanos, es recomendable que el escritor aplique ciertos conocimientos de psicología aunque ni siquiera los posea. Esto es porque las características de las personas son definidas por la psicología, pero el conocimiento de estas características no se limita a quienes hayan estudiado esta ciencia profesionalmente. De hecho, los estudios psicológicos tienen como fundamento el conocimiento básico de las personas y van profundizando en ellas mediante la aplicación de lo que la ciencia sabe de la personalidad.
El escritor tiene la responsabilidad de diferenciar nítidamente entre las historias cuyos personajes deban ser sazonados con ciertas características psicológicas y las que no requieren de ello para su desarrollo. Esta diferencia viene dada generalmente por la importancia que los personajes tengan en la historia y por la longitud del texto. En el cuento breve, es casi innecesaria la profundidad psicológica porque el factor que cobra mayor importancia es el desarrollo mismo de la historia para ejemplificar un hecho determinado. En la novela, mayoritariamente es imprescindible que los personajes sean correctamente definidos desde el punto de vista psicológico. La extensión misma de la novela requiere generalmente que el escritor profundice en todos los elementos, pues dispone del tiempo y del espacio físico para hacerlo. Además, la complejidad de las acciones en una novela no puede ser ejecutada, en la mayoría de los casos, por seres simples sólo determinados por un nombre.
Aunque no hay tal cosa como una teoría general de la construcción de personajes, se verifica en la mayoría de los casos que el primer elemento a considerar por el escritor para crear un personaje es la acción que éste va a desarrollar en la historia y el peso que tendrá en la misma. Luego aparecerán las relaciones entre el personaje y los demás personajes de la historia. En ambos momentos se van añadiendo o eliminando ciertas características psicológicas del personaje, de la misma manera como un escultor moldea la piedra. En este proceso se le asigna el nombre al personaje o se decide si el mismo llegará a tener mayor o menor importancia en algún punto de la historia.
La caracterización de los personajes también tiene diversos grados de profundidad, independientes de la complejidad de la historia. Si un cuento se fundamenta en elementos psicológicos, los personajes deberán ser profundos; pero si el mayor peso recae sobre las actividades que los personajes ejecutan, el escritor puede dejar a un lado la profundización psicológica en la caracterización. En la novela, el escritor aplica sus conocimientos de las reacciones de los personajes de acuerdo a la importancia que éstos tengan en el desarrollo general de la historia. Estas reacciones, en todos los casos, deben tener relación directa con el estímulo que las genera. Si una reacción aparece como ilógica ante una situación determinada, el escritor generalmente aclara sus razones mediante el entrelazamiento de conductas y hechos posteriores.
Otro factor, que a primera vista pudiera no tener importancia, es el del nombre del personaje. No todos los personajes deben tener un nombre, ni siquiera es imprescindible que el personaje principal tenga un nombre; pero sí debe haber una forma de denominarlos. Hoy en día, es común encontrar historias en las que un personaje es definido simplemente por su actividad —el periodista, la gran señora, el hombre— o por un apodo con el que le reconoce el escritor o el resto de los personajes. Es posible, incluso, que un personaje tenga un nombre propio pero que el escritor decida apelarle usando alguna de sus características.
Hay quienes usan nombres propios para dar al lector una idea de cuál será el papel del personaje en la historia. En Rayuela, de Julio Cortázar, el personaje femenino de mayor peso se llama Lucía, pero el autor la nombra la Maga. También los demás personajes la llaman así, pero en sus conversaciones cotidianas algunos prefieren llamarla por su nombre. Se advierte, así, que el escritor puede construir su historia como si ésta fuera parte de la realidad, por lo que él puede tener una relación de mayor o menor afinidad con algunos personajes y reaccionar de manera similar a como éstos reaccionan con él. El personaje al que Cortázar llama la Maga tiene realmente ciertas características que podríamos definir como mágicas, cierto misterio la envuelve; así que cuando el lector se topa con este personaje ya tiene una idea de lo que le espera. Otras combinaciones son más claras: Kafka, obsesionado por el tema de la interacción entre el hombre y el poder, llama a sus personajes simplemente el guardián o el juez. En el mismo Kafka se observan casos extraños: un personaje recurrente en su narrativa se llama simplemente K —la primera letra del apellido del autor—, en algún cuento, Kafka asigna a sus personajes nombres de variables matemáticas: A y B.
Muchos escritores utilizan, en sus inicios, nombres demasiado simples para los personajes: Juan, José, Pedro. Otros, contaminados por las telenovelas, les dan nombres de galanes: Víctor Jesús, Luis Rafael, Juan Augusto. Aunque, como dijimos, este campo no puede ser completamente teorizado, es preciso que el nombre de un personaje dé a la historia cierta credibilidad. No hay nada que impida que un personaje se llame Pedro Pérez, pero es probable que un nombre así no impresione favorablemente al lector. Muchos escritores resuelven este problema utilizando nombres comunes pero poco usuales: el personaje masculino de Rayuela es Horacio Oliveira; los personajes de Cien años de soledad son José Arcadio, Aureliano, Úrsula. Quizás García Márquez habría podido llamar José Sinforoso en lugar de José Arcadio a sus héroes mitológicos, pero ciertamente los nombres escogidos tienen mayor sonoridad y esto, sin duda, ayuda a que el lector asimile la existencia de esos personajes como seres reales.
En algunos casos, el escritor se permite participar directamente en la historia. Todo es factible de ser literario, y el escritor no está fuera de esta regla. En Niebla, del español Miguel de Unamuno, un hombre de personalidad completamente gris ha pasado la mayor parte de su vida apegado a su madre. A la muerte de ésta, y ya convertido en un hombre, se enamora de una muchacha que acude regularmente a su casa a hacer trabajos domésticos. Eventualmente la muchacha no le corresponde y se va a vivir con un muchacho de la vecindad, y el protagonista decide suicidarse. Recuerda que una vez leyó un ensayo sobre el suicidio, escrito por un profesor universitario, y que al leerlo se prometió a sí mismo visitar a este profesor si algún día le asaltaba la idea de suicidarse. Cuando el personaje se presenta ante el profesor, éste resulta ser el mismo Miguel de Unamuno, quien le revela que está escribiendo una novela en la que ya no le es importante como protagonista y decide matarlo: por eso la intención de suicidarse, porque es un personaje que debe morir para dar curso al resto de la historia. El protagonista de la novela reta a su autor, a Unamuno, diciéndole que él no es Dios y que no puede decidir sobre su vida. Se vuelve a su casa resuelto a no suicidarse. Esa misma noche muere de una indigestión.
Recordemos que el autor y el narrador de una historia son dos instancias distintas: el autor es la persona real que crea la historia, el narrador es el ente que de alguna u otra manera —en primera o en tercera persona— se encarga de contar la historia. Pues bien, se puede hacer que el narrador sea omnisciente pero que el mismo sea integrado como un personaje, y los resultados han sido bastante interesantes. Los personajes retan al narrador o le invitan a que cuente ciertas partes de la historia que han permanecido ocultas a los ojos del lector. Como ya hemos dicho en anteriores oportunidades, el escritor puede virtualmente hacer cualquier cosa que le plazca en su historia, pero la efectividad de los recursos que utilice se verifica en concordancia con la experiencia que le hayan brindado, previamente, el ejercicio de la creación y la lectura de los más diversos autores


Lenguaje coloquial, lenguaje académico
Definiciones; manejo de técnicas que permitan utilizar el lenguaje coloquial para enriquecer la narración; escogencia del lenguaje más adecuado a los propósitos del autor.
El lenguaje, como hemos intentado demostrar anteriormente, es una unidad que no admite clasificaciones inflexibles. Esto quiere decir que, si bien podemos determinar claramente cómo es el lenguaje de la medicina y cómo el de la mecánica, o cómo es el lenguaje del campo y cómo el de la ciudad, todas las formas expresivas son parte de un vasto y complejo territorio común: el idioma. De la misma manera como en el territorio de una nación localizamos divisiones geográficas —estados, municipios— para la organización administrativa, el territorio del idioma suele ser clasificado en áreas cuya definición está acorde con ciertas características especiales dependientes de quién usa el idioma o para qué lo usa.
Una de las clasificaciones a las que se suele acudir con más frecuencia nos indica que existe un lenguaje coloquial y un lenguaje culto. Nosotros hemos preferido sustituir este último término, culto, por académico, debido a algunas razones que explicaremos en su momento. El dominio de las técnicas de construcción de un lenguaje basado en esta clasificación puede valerle al escritor la credibilidad de sus textos, de lo que se deduca la importancia del tema.
Lenguaje coloquial
Durante años, el enfoque tradicional de la literatura ha establecido la existencia de un lenguaje pobre en expresiones, de baja calidad, usado por la gente de los bajos fondos para medio-expresarse. Se nos ha dicho que esta forma de expresión se denomina lenguaje coloquial y normalmente se definió de una manera muy vaga, que alentaba a pensar en una especie de caracterología clasista del idioma. Las carencias de este enfoque han hecho que se llegue a otorgar significados equívocos a la palabra coloquial, confundiéndola como sinónimo de pobre, vulgar, a la vez que la palabra vulgar se confunde con lo grotesco y con actitudes propias de quienes deambulan en los bajos fondos.
Pero lo cierto es que el concepto de lenguaje coloquial es mucho más amplio de lo que se suele suponer. Coloquio es sinónimo de conversación. Por extensión, el lenguaje coloquial es el que, independientemente de la profesión o estatus social del hablante, se utiliza en la conversación natural y cotidiana. Como en nuestras actividades cotidianas disponemos de apenas segundos para expresarnos, solemos incluir en el habla diversas expresiones-comodín que, aunque quizás no tengan un significado claro, se ajustan al contexto para completar el significado global de lo que decimos.
Todo grupo humano tiene sus propios contenidos de conversación. Tanto el hombre que vende perros calientes en una esquina como el abogado que sólo toma los casos más importantes. Es labor del escritor conocer las expresiones comunes de los grupos humanos que intenta reflejar en su obra, y amoldarlas al contexto general de manera que sean cubiertos dos objetivos básicos en relación con el lector: que el texto se entienda, y que el texto sea creíble.
En nuestra forma cotidiana de hablar solemos usar un lenguaje llano, carente de sofisticaciones y no necesariamente ceñido a la gramática castellana. Esto no es indicio de deficiencias culturales; al contrario, es un conjunto de herramientas que nos proporciona el idioma para lograr una comunicación rápida y directa con nuestros semejantes. Cuando se dispone sólo de segundos para expresar una idea, el lenguaje brinda todo un glosario de expresiones que igual sirven para denotar una acción como para adjetivar las características de algo.
Estas funcionales expresiones con múltiples posibilidades de uso serán llamadas aquí expresiones comodín. En el juego, un comodín es una carta que sirve virtualmente para todo lo que el apostador necesite. Por extensión, se usa la palabra comodín para identificar cosas que cumplen varias funciones. En el lenguaje, las expresiones comodín son muy comunes y, por lo demás, sumamente útiles para efectos expresivos. La diversificación de los usos de una palabra que originalmente tenía un significado específico marca el inicio de la existencia de una expresión comodín. La palabra original puede ser un verbo, un sustantivo, hasta el nombre de una persona como veremos en un momento.
En Venezuela, la expresión comodín más difundida es vaina. Originalmente entendemos como tal el estuche donde se guarda un objeto punzante, como un cuchillo o una espada, para mantener el filo ajeno a cualquier posibilidad de desgaste. También, la vaina es el cubrimiento natural en el que algunas plantas encierran sus semillas. La riqueza del idioma hablado ha extendido el uso de vaina a casi cualquier cosa que necesite el hablante. Cuando no recordamos el nombre de un objeto, decimos que es una vaina: A esta vaina hay que ponerla de aquel lado. Igualmente, si queremos preguntar algo sobre un objeto cuyo nombre desconocemos, decimos: ¿Para qué sirve esta vaina? Podemos utilizar la palabra para definir una situación: En esa vaina todos fueron estafados. También puede usarse para hablar de una sensación, o igualmente de un sentimiento: No sé qué es esta vaina que me está pasando. Como interjección: ¡Ah, vaina! Con tantos usos, y tan arraigada como está la palabra en el habla común, ha sido relegada al terreno de las groserías o palabras soeces —expresiones de las cuales también hablaremos—, hasta el punto de que sólo ahora, y de una manera tímida, empieza a ser utilizada en la televisión. Esto nos parece hasta cierto punto gracioso, pues se trata de una expresión nacional, usada por la mayoría de nosotros, pero se la entiende como palabra prohibida.
Lo cierto es que se trata de una expresión comodín. Sirve para todo, siempre que el hablante la considere necesaria para completar su idea. Otras expresiones comodín no tienn un uso tan general, pero igualmente sustituyen una amplia gama de otras palabras. Es muy difundido en Venezuela el uso de la palabra coroto para denotar cualquier objeto, especialmente si se trata de enseres del hogar. Cuando la familia termina de comer, mamá friega los corotos. Cuando la pareja de recién casados compra su casa, es preciso equiparla con el mobiliario y los objetos de uso doméstico, y entonces decimos Carlos y María están para la casa nueva, llevando sus coroticos. Como interjección, la palabra era muy usada en otros tiempos: ¡Adiós, coroto! Y también se la emplea para denotar una situación de poder: Caldera se montó de nuevo en el coroto. Una anécdota está ligada al origen de esta palabra. Se dice que el dictador venezolano Juan Vicente Gómez era afecto a adquirir obras de arte para aparentar una extensa cultura —algunos dicen que realmente la tenía, pero que la ocultaba por razones estratégicas, aunque eso es harina de otro costal—, y que entre esas obras se encontraban algunas del paisajista francés Jean Baptiste Camille Corot, muy conocido durante el siglo XVIII. Según la conseja, los criados de Gómez degeneraron el apellido del francés: descuelguen los Corotos y limpien esa pared. La verdad es que el origen cierto de la palabra se desconoce.
Nuestra juventud ha popularizado una palabra que, nacida relativamente hace poco tiempo de la necesidad de abarcar lo más posible con el mínimo de expresiones, sirve para sustituir cualquier verbo que se requiera. Es común entre los estudiantes que, al olvidar el verbo apropiado, usen el verbo-comodín bichar. Un bicho es, originalmente, cualquier insecto que nos pueda generar repulsión, como una araña o una cucaracha. Es una palabra de uso común en España y ni siquiera se la tiene como expresión inculta. En Venezuela el significado de bicho se ha extendido: bicho o bicha es cualquier persona de la peor calaña, sinónimo de malandro cuando se usa en masculino, y a mujer de la vida cuando en femenino (aunque no son éstas las únicas acepciones, pero sí están entre las más comunes). Pero además, el significado original (insecto repulsivo) ha sido combinado de manera que denote también cualquier cosa cuyo nombre verdadero desconocemos. Decimos, cuando no sabemos el nombre de un objeto: Tráeme acá el bicho ese. Por extensión, ahora se usa el verbo bichar como sustituto de todos los verbos posibles, cuando se ignora, o no se recuerda en el momento, el verbo que debe emplearse. En este caso se dice: Apúrate a bichar la máquina, que se está haciendo tarde. O también: ¿Ya fuiste a bichar el reloj? Bichar es, como decíamos al principio del párrafo, muy usual entre nuestros jóvenes.
Hay otras expresiones comunes en el lenguaje coloquial, que se forman cuando la necesaria rapidez de la palabra hablada así lo requiere, abreviando, acortando la expresión original. Para efectos de este trabajo las llamaremos abreviaturas, aunque formalmente no son tales. Volviendo a ejemplos tomados del habla de los jóvenes, se recuerda especialmente el uso de profe por profesor o profesora, así como borra por borrador y saca por sacapuntas. Es cada vez más común sustituir la larga y enredadiza palabra electrocardiograma por la más simple y rápida de recordar, electro, así como eco por ecosonograma, ambas abreviaturas usadas inclusive por los profesionales de la salud en el desempeño diario de su trabajo. También se suelen abreviar expresiones completas. Por ejemplo, los abogados venezolanos suelen decir el Inpre, expresión sencilla que sustituye al nombre del Inpreabogado (Instituto de Previsión Social del Abogado) y a su vez a la expresión número de inscripción en el Inpreabogado. Si se toma un taxi para ir a la Universidad Central de Venezuela, se le dice al conductor: Lléveme a la Central. Puede ser que en la ciudad haya una central azucarera o una central de trabajadores, pero todo el mundo ha aceptado que la Central se refiere a la mayor universidad venezolana. Un ejemplo parecido es el que aplicamos a las avenidas y urbanizaciones. Nadie dice: Caminaba por la avenida José Casanova Godoy. Con decir que se caminaba por la Casanova, basta para que cualquiera entienda, siempre que el interlocutor sepa de la existencia de una avenida llamada así. Cuando una empresa construye una urbanización, es muy común que los habitantes de la misma, y de la ciudad donde se encuentra, sustituyan el nombre de la urbanización por el de la urbanizadora. La urbanización Francisco de Miranda, construida por la empresa estatal Fundacagua, es denominada simplemente con el nombre de la urbanizadora. Ya este es un caso de sustitución total y no de abreviación de una expresión, tal como sucede con el nombre de ciertas avenidas, que pasan a tomar el nombre de algún elemento vecino. Por ejemplo, en Caracas pocos saben dónde queda la avenida Abraham Lincoln, pero todo el mundo podría indicar dónde queda el bulevar de Sabana Grande. Finalmente, el tipo más común de abreviaturas es el que se hace cercenando las expresiones más comunes: Vaya pá'que'je el médico es, entre nosotros, exactamente igual a Vaya para la casa del médico.
Un caso especial es el de las palabras soeces, que en Venezuela se llaman groserías y vulgaridades. El significado real de la palabra grosería es bastedad, ordinariez, y en ciertos casos exagerado. Vulgaridad, por su parte, es algo ubicado en el terreno de lo vulgar, basto, ordinario. Teóricamente, las palabras soeces no son aceptadas en las reuniones sociales, en el trato respetuoso ni mucho menos en los medios masivos de comunicación, donde se supone que debe usarse justamente un trato respetuoso en el habla. En la práctica, son usadas por casi todos, pues sirven de interjecciones y de comodines. Algunas palabras han llegado a ser soeces a través de extraños y enrevesados caminos. Se entiende que las palabras soeces que hacen escatológica referencia a ciertas partes del cuerpo humano sean rechazadas por el trato respetuoso, pero algunas palabras de uso común en el lenguaje hablado han llegado a ser consideradas palabras soeces sin que se entienda cuál es la razón. Es el caso de carajo: el diccionario define esta palabra como sinónimo de poco, pero en el lenguaje común la usamos como comodín que puede sustituir el nombre de alguien (Ese carajo no ha llegado todavía), como interjección (¡Carajo, me caigo!) o como un lugar indefinido (Me voy pá'l carajo). También mantiene su uso original cuando decimos, por ejemplo, no entiendo un carajo, o quién sabe qué carajo hace él aquí. Todavía hay quien se escandaliza cuando se afirma que, ante la retirada de sus hombres en batalla, el general Páez —prócer de la Independencia venezolana— no les increpó «¡Vuelvan caras!» sino «¡Vuelvan, carajo!». En cualquier caso, es extraño que esta palabra sea considerada una grosería. En Venezuela conocemos de un caso anecdótico y reciente relacionado con la palabra pendejo, comúnmente tratada como una palabra soez por hacer referencia a los vellos de cierta parte del cuerpo, pero que entre nosotros tiene una acepción adicional como persona que se deja engañar fácilmente. En alguna oportunidad, el escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, reconocido a nivel mundial como uno de nuestros intelectuales más importantes, ganador de valiosos reconocimientos internacionales, se atrevió a pronunciar la palabra pendejo en una entrevista televisiva. La sorpresa general fue rápidamente sustituida por la aceptación de la palabra en todos los círculos sociales —hasta se organizó, poco después de la entrevista a Uslar, una muy concurrida marcha de los pendejos— y hoy en día no es raro oírla en los medios de comunicación.
Y es que el idioma se renueva constantemente, en un proceso que implica que las palabras varíen su significado y que adquieran nuevas y diversas acepciones según su uso es pasado de boca en boca y alterado por los hablantes. Ya hemos dicho que quien determina la creación de una nueva palabra no es la Real Academia Española de la Lengua, sino la real gana de los pueblos que hablan el castellano. Al empezarse a usar una palabra en un contexto distinto al que originalmente se le tiene asignado, o se crean nuevas palabras basadas en vocablos extranjeros, se asiste al nacimiento de un neologismo, palabra académica que sirve para denotar cualquier palabra en proceso de creación y delimitación de significados. Es el caso, ya comentado, de bichar, como ha sido también el caso, en su momento, de narcotráfico, palabra que no existía hace pocos años, pues no era necesaria para definir ninguna cosa específica. Un ejemplo de aparición de un neologismo lo tenemos en la palabra asegurar, que aunque originalmente significa preservar o afirmar, con el nacimiento de las pólizas de seguro y de las compañías que ofrecen este servicio ha ganado un significado derivado del primero mencionado. Quien asegura un bien mueble o inmueble, quien adquiere una póliza, lo hace para preservar el valor del bien asegurado, aunque éste sea robado, dañado o destruido. Muchos neologismos aparecen como consecuencia de un adelanto científico o tecnológico, de una nueva condición social, de una nueva manera de ganarse la vida o de la importación de palabras provenientes de otros idiomas. Pertenecen al primer caso las palabras televisor, computadora, voltio y las ya mencionadas encefalograma y ecosonograma. Son del segundo caso las expresiones clase media o chicano. Clase media es una expresión que denota una clase social que no existía formalmente hasta finales del siglo pasado, y que nace con el nacimiento de los conceptos de clases sociales. En la Edad Media, por ejemplo, era absurdo pensar en esta expresión. En la época de Simón Bolívar era absurdo pensar en esta expresión. Chicano, por su parte, es considerado cualquier mexicano nacido o residente en Estados Unidos, así como se llama latino a cualquier persona proveniente de países de habla hispana aunque no provenga realmente de Latinoamérica. Al tercer caso pertenecen las palabras mecanógrafo —que nace con la invención de la máquina de escribir—, electroauto —palabra que no existía antes de la invención del automóvil— o computista —aparecida cuando se masificó el uso de las computadoras personales. Al cuarto caso pertenece guachimán, que es una degeneración en la pronunciación de la expresión anglosajona watchman, hombre que observa y por extensión, persona que vigila, vigilante. Igualmente, el hoy popular kinder, también llamado kindergarden, debe su origen a una expresión germana (kindergartten) que significa jardín para niños. En el mundo actual, el castellano es bombardeado principalmente por palabras importadas del idioma inglés, pero es bueno recordar que todo idioma es el producto del uso del habla por parte de quienes habitan un espacio territorial determinado, y que cuando una realidad social cambia parcial o totalmente el entorno, cambia asimismo el significado de algunas palabras o nuevas palabras son creadas. Cuando los conquistadores españoles llegaron a tierras venezolanas, según comentaba el filólogo Ángel Rosenblat, aprendieron el uso de ciertos sillones rústicos de los aborígenes locales, cuya forma asemejaba al de una concha marina, y en el cual se adoptaba una posición a medio camino entre el sentarse y el acostarse, siendo muy efectivo para el descanso. La palabra con la que los aborígenes llamaban a esta pieza de su peculiar mobiliario era putaca. Como la conquista obligaba a los españoles a estar en permanente contacto con los aborígenes, y viendo el práctico uso de estos sillones, la palabra pasó a formar parte de nuestro idioma como butaca, expresión que hoy en día nadie reconocería como un neologismo.
El lenguaje académico
En este trabajo usaremos la expresión lenguaje académico para denotar todas aquellas formas del lenguaje que se usan comúnmente al escribir, y que no se valen de las herramientas de abreviación o sustitución comentadas en el aparte del lenguaje coloquial. No nos apegaremos al concepto clásico de lenguaje culto por contraposición al lenguaje coloquial, porque lenguaje culto implica algo no necesariamente acoplado a la realidad. No es oro todo lo que lo parece: aunque alguien hable o escriba correctamente, esto no es característica absoluta de su grado de cultura. Por la misma razón, la expresión lenguaje culto da la idea de que el lenguaje coloquial es exclusivo de gente de poca cultura, concepción ésta demasiado simplista que no puede ser considerada como verdadera.
El lenguaje académico es, ya lo dijimos, el que usamos al escribir. En el acto de escribir, sea que escribamos un cuento o un informe para una autoridad, la disposición de tiempo suficiente nos da la posibilidad de utilizar un lenguaje con todos sus atributos significantes, permitiendo al individuo evitar el empleo de comodines. Distinguimos un lenguaje académico general —el que los libros han llamado culto durante años—, compuesto por expresiones utilizadas en su contexto correcto, y varios lenguajes académicos de tipo especializado, cuyas expresiones dependen de una ciencia o una disciplina específica.
Los lenguajes académicos especializados simplemente adoptan expresiones del lenguaje académico general amoldándolas a sus propios contextos. Por ejemplo, la acepción académica de actualizar es traer al presente una cosa o un conocimiento. En las ciencias de la computación, puede significar la revisión de un registro de datos para conocer los últimos resultados. El lenguaje acepta la palabra puente como una construcción que permite pasar de un lado a otro de un río o de una zanja, pero en el lenguaje técnico de la electricidad y de la electrónica se trata de un tipo especial de circuito. Todo esto no es más que una muestra de la forma como el lenguaje se comporta dinámicamente, otorgando significados distintos a las expresiones de acuerdo al contexto en que se usan.
El escritor debe recordar que el uso de expresiones propias del lenguaje coloquial o del lenguaje académico no debe separarse del contexto de la historia que narra. Normalmente, la naturaleza de los hechos narrados permite determinar si el lenguaje a emplear será académico, coloquial o una mezcla de ambos. Igualmente, las decisiones que hayan de tomarse al respecto estarán ligadas al carácter de los personajes, al entorno geográfico descrito en la historia o a la necesidad de llevar al lector ciertos contenidos significantes.
Solemos reconocer la necesidad del empleo del lenguaje académico cuando la narración explica hechos relacionados a las artes, las ciencias, la técnica o la sociedad humana desde el punto de vista de un narrador objetivo, o cuando el narrador es un personaje cuyas características individuales son las de alguien que comúnmente se expresa con este tipo de lenguaje. Esto es difícil de aplicar si el escritor no domina las peculiaridades del lenguaje especializado escogido. Se suele incurrir en el error de exagerar el uso de sinónimos como panacea para obtener una narración depurada, cuando lo cierto es que si no se conoce el contexto apropiado de los distintos sinónimos de una expresión, se puede obtener como resultado un texto sobrecargado y poco creíble.
El lenguaje coloquial se reserva a las narraciones costumbristas y a cualquier historia que deba reflejar el estado social de los personajes y el ambiente en el cual está centrado. Pero, como el lenguaje académico, presenta ciertas dificultades. Particularmente, que el lenguaje coloquial hace uso de las repeticiones —lo que comúnmente llamamos redundancia— y de cierta exagerada elipsis —cambiar el sentido de la disposición del sujeto, el verbo y el predicado— como herramienta de abreviación cuando no se recuerda la manera académica de decir algo.
Piedra de mar, del venezolano Francisco Massiani, es una verdadera obra maestra de la novelística elaborada completamente en lenguaje coloquial. La novela narra las desventuras de un muchacho venezolano de los años sesenta —esta novela, como la mayor parte de la narrativa de Massiani, abunda en detalles autobiográficos—, y sus dificultades para adaptarse a los nuevos estatus que da al individuo salir de la adolescencia y enfrentarse a las realidades de la adultez; entre éstas, el enamorarse. La historia está narrada en primera persona y emplea un lenguaje profuso en expresiones populares usadas por la juventud de la época.
Regresé y llegué sudando al departamento. Las llaves no estaban bajo la alfombrita para limpiarse los zapatos, y toqué el timbre. José me abrió y se sonrió. El infeliz cada vez que me ve desesperado se sonríe:
—¿Qué te pasó, vale?
Que si qué te pasó. Ni siquiera saludé a Julia. No quería ver a nadie. Me eche en la cama y me quedé ahí un buen rato. Después me puse a jugar con la piedra que encontré esta mañana en la playa, y decidí jugarme la vida en un último telefonazo. Me persigné, les rogué a todos los santos para que me ayudaran, y llamé. Pero me asusté tanto que colgué. Una última llamada necesitaba un palo de ron. Me lo tomé y me bebí varios tragos más del pico de la botella. José y Julia se separaron, porque estaban en pleno jaleo y supongo que continuaron besándose. Con los tragos de ron y la piedra, me animé un poco, y por fin llamé. Llamé pero con un pañuelo para que no reconocieran la voz, y me atendió Juan:
—Llámeme a Carolina inmediatamente. Es algo urgente. No me interrumpa. Es cosa de vida o muerte.
Se tiene la concepción errada de que el lenguaje coloquial debe estar plagado de palabras soeces para parecer creíble, pero esto no es del todo cierto. Como hemos dicho más arriba, el lenguaje coloquial tiene sus propios contextos y en algunos de éstos debe usarse palabras soeces, pero no en todos. Las variantes que se le den al lenguaje coloquial deben estar en perfecta concordancia con el contexto de la historia: sería absurdo evitar el lenguaje coloquial, y en muchos casos las palabras soeces, en una historia sobre reclusos que pretenda ser realista. Por otro lado, deja de ser creíble una historia cuando se exagera en el uso del lenguaje coloquial, haciendo que los parlamentos de los personajes parezcan simples caricaturas de lo que realmente éstos o el narrador dirían.
Finalmente, hay un tipo de narración que se vale de ambos tipos de lenguaje para desarrollar el hecho narrado. El punto de vista del narrador en este caso es donde prevalece el lenguaje académico, dejando el lenguaje coloquial para los personajes o al menos para algunos de ellos. Es la manera como construía sus historias —de aparente corte social pero realmente imbuidas de profundos prejuicios— el autor venezolano, casi ganador del premio Nobel de Literatura, Rómulo Gallegos:
Mas fue tan sinceramente iracunda la mirada que le dirigió el Peripatético, para retirarse en seguida, pero sin la acostumbrada arrogancia de sus cóleras, que el Centella comprendió que no le había hablado en bromas, y mientras lanzaba desde su camión el queso perijanero que otro esperaba en la acera, murmuró:
—¡Va, pues! ¿De dónde será ese roncito? Es bueno saber dónde lo estarán vendiendo, no vaya a ser cosa...
Marco Aurelio atravesó la calle y se internó en el mercado bullicioso, declamando:
—Aquí la fresca legumbre abundante y el jugoso aliño, que me alimentaron con buena sazón las hambres.
—¿Táis soñando, Marco Aurelio? —repuso el verdulero ante cuyo puesto había dicho aquello—. ¿Cuándo te llevasteis vos a la boca cosa que fuera de comer?
Pero él se limitó a estrecharle la mano en silencio y continuó su marcha de despedida.
Nuestro idioma es uno de los más ricos en expresiones, y éstas a su vez sumamente ricas en significados. Y, aunque esto comúnmente ha sido un elemento aprovechado por quienes intentan justificar la evasión del lenguaje coloquial, es en realidad algo que nos permite disponer de dos grandes formas expresivas, el lenguaje académico y el lenguaje coloquial, capaces de entrelazarse para producir las más maravillosas expresiones literarias. Recuerde el lector —a quien esperamos algún día conocer como valioso creador— que el lenguaje es el conjunto de las palabras con las que los individuos de un pueblo se comunican entre sí, y que es una de las principales cartas de identidad de un grupo humano. Por esto, por ser característica de lo esencialmente humano, y por ser su herramienta de trabajo, el escritor ha de reconocer como su razón de ser la necesidad de reflejar la realidad idiomática tan fielmente como le sea posible.

El narrador
El uso de los pronombres da lugar, en el lenguaje escrito, al concepto del narrador, que es un personaje, explícito o no, que se encarga de trasmitir los contenidos desde uno u otro punto de vista. Todo texto, sea literario o no, tiene entre sus características técnicas la presencia de un narrador que podrá ser de primera o de tercera persona. El concepto de narrador de segunda persona o testigo —como le han llamado desde siempre los textos escolares— ha sido descalificado por las nuevas tendencias, como veremos un par de párrafos más adelante.
Ya sabemos —también porque así nos lo trasmitieron los textos escolares— que el narrador de primera persona es también llamado protagonista porque participa directamente de la acción que narra, y el de tercera, omnisciente, pues se encuentra ubicado en un plano desde el cual le es posible asistir a todos los eventos relacionados con el hecho que se narra.
Una narración en primera persona se caracteriza por la participación, directa o no, del narrador en los hechos que narra. La narración en tercera persona no depende, en la mayoría de los casos, de ningún personaje, sino de un narrador ajeno a lo que ocurre y que, por estar estrechamente ligado al autor del texto, puede conocerlo todo.
En el caso del narrador de primera persona, éste puede utilizar todas las formas pronominales existentes, pero el punto de vista desde el cual narra los hechos es el de su propia participación en los mismos. El narrador de tercera persona no puede emplear pronombres de primera o de segunda persona porque esto lo convierte automáticamente en narrador de primera persona. Esto es algo que suele confundir a escritores y lectores por igual: la presencia de un pronombre personal de segunda persona tú, usted o ustedes lleva implícita la existencia de un narrador de primera persona, de quien proviene la posibilidad de hablarle a alguien y, por lo tanto, nombrarlo tú.
Normalmente, el narrador de primera persona puede añadir sus propias impresiones sobre el hecho narrado, lo que lo hace más fácil de reconocer. El narrador de tercera persona tiene dos tipologías principales: la que, apoyada en la psicología —ciencia que ha demostrado que sólo el individuo puede saber lo que ocurre dentro de sí mismo—, evita hacer aseveraciones que impliquen descubrir al lector los pensamientos de los personajes; y la que describe con naturalidad los pensamientos de los personajes, lo cual es posible debido a que el narrador y el autor son prácticamente el mismo individuo.
No se considera incorrecto que el narrador en primera persona describa los sentimientos o pensamientos de los demás personajes de la historia, aunque esto sea una característica esencial del narrador de tercera persona. Lo que sucede es que, como hemos dicho en oportunidad anterior, la literatura suele borrar las fronteras técnicas para lograr sus peculiaridades artísticas.
No es imprescindible que el narrador en primera persona sea un personaje de la historia narrada. Se puede escoger la primera persona como forma narrativa aunque el narrador no participe de los hechos. Es aquí donde se hace necesario deslindar los conceptos de narrador, autor y personaje. El personaje es todo carácter, persona u objeto animado que participe en el hecho narrado. Una narración puede escribirse o no desde el punto de vista de un personaje. Pero el límite entre narrador y autor es un poco más borroso y suele confundir a quienes tienen poca experiencia en la interpretación literaria. El autor es simplemente eso, la persona que crea el texto literario; mas el narrador es el punto de vista desde el cual se cuenta la historia. Es la instancia literaria en la que el autor deposita la responsabilidad de narrar. Esta instancia es inherente a todo texto como una característica básica, y aunque en una narración en primera persona es fácilmente identificable porque generalmente es un personaje de la historia, suele confundirse con el autor cuando el hecho se narra en tercera persona.
En este tema existe una regla básica: independientemente de que quien narre la historia sea o no un personaje de la misma, el papel del narrador es algo que no se comparte con los otros papeles posibles en la historia. En un texto en el cual un hombre describa los pormenores de la boda de su hija, el hombre es un personaje, pero es también el narrador y el escritor debe identificar y manipular correctamente la fina diferencia que existe entre ambos roles. Por otro lado, en una historia cuyo narrador no sea un personaje de la misma, y que utilice únicamente las formas pronominales de tercera persona —características éstas que lo ubican como narrador de tercera persona u omnisciente—, el escritor debe separar su propio rol de autor y el rol de narrador que dejará implícito en el texto. Como autor dispone de la idea original del texto y de todas las incidencias que darán forma a la historia; pero el narrador tiene características propias, como el grado de dominio sobre los hechos y la organización y presentación de los mismos.
Por supuesto, existen formas mixtas y algunas peculiaridades que vale la pena resaltar. Se trata de algunos casos en los que se pone de manifiesto la imposibilidad, en literatura, de establecer reglas estrictas, inflexibles.
Por ejemplo, un narrador de tercera persona que transcriba los diálogos suscitados entre los personajes, usará formas pronominales de primera y segunda persona al transcribir estos diálogos, pese a lo que dijimos más arriba acerca del uso exclusivo de pronombres de tercera persona. Es obvio que esto se debe a que el narrador está reflejando exactamente lo dicho por los personajes de la historia. Normalmente los diálogos y las citas directas de los parlamentos de los personajes están delimitados por signos de puntuación como los guiones de diálogo o las comillas, pero un autor experimentado puede subvertir esta regla e intercalar trozos de parlamentos en medio de una narración que es con toda propiedad de tercera persona. Un ejemplo clarísimo lo tenemos en el siguiente fragmento de El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez:
(...) en un ataque de demencia senil había ordenado meter a dos mil niños en una barcaza cargada de cemento que fue dinamitada en el mar, madre, imagínese usted, qué hijos de puta, y era con base en aquellos testimonios solemnes que el general Rodrigo de Aguilar y el estado mayor de las guardias presidenciales en pleno habían decidido internarlo en el asilo de ancianos ilustres de los acantilados en la media noche del primero de marzo próximo durante la cena anual del Santo Ángel Custodio (...).
Un caso parecido ocurre con el narrador que, siendo de primera persona, utiliza los privilegios propios de este tipo de narrador únicamente para declarar sus propias opiniones, dejando el resto del texto en la más absoluta tercera persona. Para ilustrar mejor este caso hemos escogido a Rafael Bolívar, quien en Las narices hace una descripción de distintos tipos de narices como si se tratara de un ensayo en tercera persona, dejando colar los pronombres de primera persona sólo para opinar sobre lo comentado:
Hay narices agresivas; narices groseras; narices vulgares. Hablo de esas que estornudan sobre todo el mundo; y no están calladas un momento, ni en la mesa, ni en la visita, ni en la cama. ¡Las odio! ¡Son muy indecentes!
Uno de los experimentos más notables que se han hecho con combinación de pronombres y narradores es el cuento Usted se sentó a tu lado, del argentino Julio Cortázar. El lector se encuentra con una frase gramaticalmente incorrecta que da título al cuento. Como usted y tu son, el primero, un pronombre de segunda persona, y el segundo un adjetivo posesivo objetivo, también de segunda persona, no pueden ir juntos en la misma frase. Se puede decir usted se sentó a su lado, donde su es adjetivo posesivo de tercera persona, con lo que vendría a sustituir elípticamente a la hipotética frase usted se sentó al lado de esa persona. O se puede decir Él (o ella) se sentó a tu lado. En este cuento, el narrador de tercera persona habla sobre un día de playa en el que un adolescente redescubre su encendida —y oculta— pasión por una tía. Como es usual en muchas familias, el trato del muchacho hacia la pariente era de usted. Cortázar simplemente cambió los pronombres que debería haber usado el narrador omnisciente por los que usan el muchacho y la mujer del cuento al conversar entre ellos. Como él se dirige a ella como usted, y ella a él como , todo el cuento es desarrollado sustituyendo los nombres de los personajes por la forma como ellos se nombran entre sí.
Existe aún un caso más complejo, y es el de la narración sin narrador, estilo que requiere de la habilidad suficiente para manejar tantos recursos como sean necesarios para prescindir de la figura literaria del narrador. Una forma fácil y segura de lograr este efecto es elaborando una historia con base en los diálogos de los personajes que participan, haciéndolos de manera que en ellos estén explicadas todas las aristas de la historia, lo que permitirá prescindir de un narrador que aclare al lector lo que está ocurriendo. El efecto también puede ser logrado mediante el género epistolar, en el que la historia se va desarrollando mediante cartas y mensajes escritos que se dirigen los participantes de la historia. En Pantaleón y las visitadoras, el escritor peruano Mario Vargas Llosa se vale de todos los recursos posibles —cartas, memorandos, transcripciones de diálogos y hasta de emisiones radialespara eludir la presencia tangible de un narrador. Es claro que en estos casos se puede verificar la existencia de narración en primera o en tercera persona, pero —aunque suene paradójico— el narrador es sustituido por la transcripción de los diversos elementos que configuran la historia.
Los signos de puntuación
El tercer elemento a analizar en todo esto son los signos de puntuación. Añadidos al idioma escrito con la idea de representar las diferencias de velocidad o entonación que solemos hacer en el lenguaje hablado, los más conocidos son el punto, la coma y los signos de interrogación y exclamación. Son los más fáciles de usar.
La coma (,) es la representación de una breve pausa que haríamos si la frase escrita fuera pronunciada. Se usa para unir elementos en una descripción y se elimina cuando se llega al elemento final y debe ser usada la conjunción y: la casa, los árboles y el automóvil. Sería incorrecto escribir la casa, los árboles, y el automóvil. Igualmente, cuando se dicen varias frases cortas en una misma oración, deben ser separadas por comas: gritos desesperados, rostros llorosos, miembros rígidos: era la desolación. Se usa coma también cuando se construye una frase a la manera del antiguo vocativo latino: Roberto, corre a casa. Esto implica también el uso de coma en la frase corre, Joe, corre. Se usa también cuando se omite el verbo: iremos a la playa, ustedes también (decimos que se omite el verbo porque la frase es una forma abreviada de decir iremos a la playa, ustedes irán también). Igualmente, cuando se intercala una frase que explica algo que tiene que ver con la que le sirve de alojamiento: las puertas del Ayuntamiento, declaró el alcalde, estarán abiertas. También se debe usar coma cuando se trasponen los elementos de una oración: a tempranas horas de la mañana, yo lo leía. Y, finalmente, cuando se escribe una conjunción adversativa: la encomienda llegó, no obstante, se quedaron algunos objetos.
El punto y coma (;) define una pausa mayor que la de la coma. Es el término medio entre la pausa representada por la coma y la representada por el punto. Suele separar oraciones de sentido opuesto (todos convenían en la necesidad de decir siempre la verdad; excepto Pedro, el mitómano) o que, siendo largas, guarden entre sí estrecha relación (ya no volverás a soportar la inmunda carga maloliente de mi suciedad y mi embriaguez; ya podrás almacenar todos los días, rincón oloroso a cedro de Perijá). El punto y coma se utiliza también para separar ideas cuando sirven de explicación a los elementos de una descripción (los ojos, azules y grandes; la boca, carnosa y provocativa; las manos, blancas y suaves). También se usa antes de luego, sin embargo y no obstante, y con menor frecuencia antes de pero y mas (sus declaraciones son ciertas; sin embargo, carecen de toda efectividad).
Los dos puntos son una pausa un poco más larga que el punto y coma que funciona como anuncio de que una frase que debe ser tomada en cuenta para entender la anterior está por ser pronunciada (lo comprendí entonces: había llegado mi fin), o para hacer una cita textual (Bolívar dijo: «Moral y luces son nuestras primeras necesidades»), así como para marcar el inicio de una enumeración (había muchas personas: desde mercaderes hasta marineros, desde niños hasta ancianas, desde doctores hasta campesinos). Algo importante es que la presencia de los dos puntos no quiere decir que la palabra siguiente deba iniciar con mayúsculas. Este es un error bastante común.
El punto representa la pausa más larga de todas. Marca el final de una frase y el inicio de otra. También se usa para indicar una abreviatura, excepto cuando la misma es la abreviatura de alguna unidad de medida.
Otros signos de puntuación de usos más específicos:                        
Exclamación e interrogación: identifican una exclamación o una pregunta directamente. Se escriben al abrir y al cerrar la exclamación o la pregunta: ¿está muy cerca? ¡ya viene! La presencia del signo de exclamación o de interrogación implica que, si está al final de una frase, el punto desaparece absorbido por el que ya incluye el signo en su parte inferior. Esto no ocurre cuando el signo que debe seguir es una coma o cualquier otro, y se mantiene.
Paréntesis: se utilizan abriendo y cerrando una expresión que amplía la posibilidad de comprender una frase específica. El hombre caminó (nunca había corrido) lo más rápido que pudo.
Comillas: destacan palabras o giros (le llamó «dotol») y reproducen citas textuales (dijo, mirándome: «No tienen nada que ver»). También encierran títulos de partes de obras, títulos de revistas y periódicos. En algunos casos indican que se está empleando un vocablo extranjero. Es un error usar las comillas para destacar la importancia de una frase en particular.
Guión largo:
Sirve para indicar la aparición de un diálogo en el texto o como los paréntesis, encerrando en sí una frase dentro de otra que funge de principal. En el primer caso, el guión se coloca al principio del párrafo y no se cierra al terminar el diálogo:
—Dime qué piensas, hermana.
Esta frase puede a su vez ser interrumpida por el narrador añadiendo un nuevo guión largo, que se cerrará sólo si la frase contenida en él no está al final del párrafo:
—Dime qué piensas, hermana —dijo el niño, con lágrimas en los ojos—, me tienes preocupado.
Como vemos, se mantiene la presencia de cualquier signo de puntuación que, de no existir el guión, se hubiera colocado en ese punto de la frase. El tercer caso es cuando la frase que se inserta en el diálogo termina el párrafo:
—Dime qué piensas, hermana —dijo el niño.
En este último caso, el guión no se cierra, pues el punto y aparte cumple la función de cerrarlo automáticamente.
Cuando el guión trabaja como un paréntesis, la sintaxis es básicamente la misma comentada. Agregaremos que en este último caso, el guión deja de cerrarse cuando le sigue un punto y seguido o un punto y aparte, a diferencia del caso anterior, donde deja de cerrarse sólo con el punto y aparte.
Guión corto: separa las sílabas al final de una línea. También se usa en la escritura de las palabras compuestas separadas.
Diéresis: dos puntos que se colocan sobre la u cuando ésta se encuentra entre g y e o i (aragüeño, Güiria).
Llaves: agrupan contenidos en cuadros sinópticos.
Corchetes: indican que lo que se encierra en ellos puede quedar fuera del discurso, se está declarando fuera de contexto.
Asterisco: hace una llamada que luego el lector debe seguir al final de la página o del texto.
Los tiempos verbales
Técnicas para la creación de una atmósfera en base a los tiempos verbales; coherencia de los tiempos verbales; adecuación de los tiempos verbales al propósito del autor.
Las ciencias humanísticas constantemente investigan la forma de traducir al lenguaje natural lo que ocurre a nuestro alrededor. Como ciencia humanística, la lingüística ha conceptualizado su área de estudio, el lenguaje, proveyéndonos de herramientas para definir los múltiples e insospechados eventos que ocurren cuando construimos una frase o simplemente emitimos un sonido.
Una de las facetas más notables de esta conceptualización, que nos ha llegado directamente de la experiencia vivencial cotidiana y que conocemos, en sus aristas más comunes, la mayoría de nosotros, es el asunto de los tiempos verbales. Es un aspecto sencillo del manejo del idioma porque se refiere principalmente al pasado, el presente y el futuro, tres instancias de la realidad con las cuales estamos en diario contacto al recordar los eventos acontecidos, comentar lo que está ocurriendo o prever lo que haremos. Aunque la lingüística subdivide el pasado, el presente y el futuro en varias categorías de acuerdo a la forma verbal que se utilice, trataremos de ser menos técnicos y centrarnos en la estructura misma del tiempo tal como le conocemos.
El tiempo más usado en la narrativa es el pasado y todas sus variantes. Esto se debe, sencillamente, a que las personas solemos decirlo casi todo en pasado. Cuando niños, al describir el juego que nos aprestamos a emprender, declaramos: Yo tenía una casa y tú venías a visitarme. Y aun cuando comentamos algo sobre una persona que conocemos, solemos expresar cosas como: Él se llamaba Joaquín; aun en el caso de que sepamos que la persona mencionada sigue viva, lo que obligaría a usar el tiempo presente. Lo que influye en nuestra forma de hablar para que esto sea así es la característica misma del tiempo: no sabemos qué es exactamente, pero sí cómo medirlo, y que lo único cierto, lo único de lo cual tenemos claro conocimiento, es lo que ya ha pasado, pues el presente es una fracción infinitesimal de tiempo y el futuro no es aún una cosa concreta.
En narrativa, el manejo de estas características tan especiales del tiempo tiene una utilidad concreta: la creación de una atmósfera en la cual se desenvuelven los personajes. Con el pasado como principal forma de exponer lo narrado, los matices vienen dados por la forma de usar los participios y demás formas verbales correspondientes al tiempo pasado. El presente y el futuro tienen usos más particulares y algunos requieren de un conocimiento profundo del idioma y de las peculiaridades de cada tiempo verbal.
La atmósfera mencionada más arriba no es más que la unión de las condiciones que afectan directa o indirectamente a los personajes de lo narrado. La descripción del escenario, los diálogos de los personajes y comentarios sobre coordenadas temporales y geográficas forman parte de la creación de una atmósfera. Más solapados, los tiempos verbales tienen la responsabilidad de situar al lector en los parámetros propios de la historia, como la lejanía cronológica de lo narrado o el estado de ánimo de los participantes en los hechos.
Podemos distinguir dos estilos principales en el manejo del pasado. El primero es el que refleja el empleo normal del idioma cotidiano, el segundo es el que da la idea de un pasado muy lejano en el tiempo. Tanto uno como el otro pueden estar matizados por la manera de usar los verbos, pero es común encontrar, en el segundo caso, que la narración reciba un matiz nostálgico gracias al manejo de los tiempos verbales.
Como un ejemplo del primer caso podemos citar este párrafo de Rayuela, de Julio Cortázar (p. 285):
Ahí nomás se apareció Remorino con un anciano que parecía bastante asustado, y que al reconocer al administrador lo saludó con una especie de reverencia.
Obsérvese que esta acción podría haber ocurrido hace muy poco tiempo o hace muchos años; en cualquier caso, el manejo del pasado es llano y no se complica; simplemente se narra un hecho que ya ocurrió, ergo, está en el pasado.
Existen formas más elaboradas de usar el pasado y tienen propósitos específicos. Por lo general, se valen de la combinación de dos o tres verbos para darle mayor profundidad a la frase. Esta forma de construir la oración generalmente anexa, al verbo que define la acción en sí, los verbos estar, haber o parecer a modo de auxiliares. Una forma sencilla de usar el pasado podría ser esta: Rogelio llegó a la estación dos horas después. Pero podemos darle diferentes matices escribiéndola de alguna de estas maneras:
Rogelio estaba llegando dos horas tarde a la estación. (El pasado es reciente)
Rogelio había llegado a la estación dos horas después. (Toque nostálgico)
Rogelio parecía haber llegado a la estación dos horas después. (Se plantea la posibilidad, más no la certeza).
Los tres ejemplos pertenecen al pasado, pero se distinguen tres formas distintas de este tiempo. En el primer caso, la frase indica que el pasado es muy reciente, casi galopando sobre el presente. En el segundo caso se trata del mismo pasado que conocemos, pero matizado de tal manera que el tiempo verbal pareciera diferir la acción hacia un pasado más remoto de lo normal. Este segundo caso es muy usual cuando la narración requiere un toque nostálgico y se le ve mucho en varios pasajes de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. En el tercer caso se plantea la posibilidad —aunque no la certeza— de que el personaje haya realizado determinada acción.

Al no ser no más que un instante, el presente es un poco más peculiar. Suele usarse la narración en presente cuando se desea dar a la narración un equilibrio entre lo que se está narrando, el tiempo de lo narrado y el tiempo del lector, quien se ve de esta manera más relacionado con la acción. El uso más fácil de recordar de la narración en presente es, ni más ni menos, las narraciones históricas. Suele leerse en estos textos frases como: Los soldados dan la vuelta a la plaza y toman como rehenes a los oficiales del bando enemigo. Aunque el hecho en realidad haya ocurrido hace mucho tiempo, la narración en presente involucra directamente al lector.
En la narrativa el fin es el mismo, y nos atrevemos a decir que el efecto es más interesante para el lector, pues éste entiende que lo narrado es por lo regular un hecho imaginado por el autor. Un ejemplo claro de esto lo encontramos en Unos zapatos, cuento breve de Gabriel Jiménez Emán que aparece en el libro Los dientes de Raquel (p. 39):
Es la historia de un par de zapatos de cuero marrón oscuro y lustroso número 40. Mario se va a dormir frecuentemente a las 11:30 y los deja bajo la cama.
El zapato derecho espera que Mario se duerma y luego trata de despertar al zapato izquierdo, que siempre permanece inmóvil. Después camina solo por toda la habitación, y si la puerta está abierta sale a caminar entre los árboles, a tomar el aire o a ver las estrellas. Muy pronto se aburre de andar solo y piensa en el zapato izquierdo, el perfecto compañero para sus andanzas nocturnas.
Pasan los días y el zapato derecho sigue insistiendo en despertar al zapato izquierdo, y un día, por fin, lo logra. Se explica por eso que Mario se despertara una mañana y no encontrara a sus zapatos nunca más.
La narración en futuro es menos usual y requiere de un manejo más profundo de las conjugaciones. Aunque solemos leer diálogos de personajes donde éstos declaran lo que tienen pensado hacer algún tiempo más tarde, la narración en sí de un hecho que aún no ha ocurrido encierra una mayor dificultad porque el escritor debe hacer que coincida el tiempo del verbo con las circunstancias que permiten predecir lo que está por venir.
En cualquier caso, el manejo de los tiempos verbales depende principalmente de la intención que tenga el autor para con el hecho narrado. Después de definir el curso de la historia y los personajes principales que participarán en ella, es la forma como se usarán los verbos lo que normalmente sigue en el orden de prioridades. Los tiempos verbales, salvo en casos muy especiales, deben seguir una misma línea y concordar unos con otros para dar a la narración un tono creíble.
Adjetivos, formas adjetivales, sinónimos y antónimos
La adjetivación como herramienta descriptiva y como herramienta narrativa; narración descriptiva; uso y abuso de la sinonimia y la antonimia.
Quizás sea el castellano el idioma más rico en elementos descriptivos. Desde que aprendemos a hablar, las palabras rodean a los hechos cual si los moldearan a los propósitos del hablante, y en el acto de contar una historia solemos hacer hincapié en impresiones sensoriales. Para nosotros, la rosa es fragante, o hermosa; el cielo es azul o nublado; alguien a quien acabamos de conocer es alto, o robusto.
El lenguaje marca, de esta manera, una diferencia primordial entre el hombre y el resto de los animales. Para la abeja, el olor del néctar es guía y propósito a la vez en pos de la subsistencia; para el hombre, la flor —que produce ese néctar— tiene unos pétalos suaves como la piel de una mujer y el aroma sagrado del vino dionisíaco. Para el cansado caballo, el agua es ansiada para refrescar la garganta, reseca por el cansancio; para el hombre, el agua es cristalina como el deseo de un hijo y fresca como un pequeño glaciar. Cuando hablamos de los sucesos del día iniciamos sin saberlo un proceso con dos vertientes: por un lado, la narración se desenvuelve entre los hechos que la conforman; pero por otro lado hay una especie de narración sensorial, cuya profusión dependerá de la habilidad del hablante, que se dedica a contar las características de los objetos, personas y hasta situaciones que se desarrollan en la historia. Así transmitimos, además de una relación de hechos, un listado de propiedades. A esto lo llamamos descripción. Y a las palabras que nos sirven para dar una idea de esas propiedades, las llamamos adjetivos.
Al hablar de algo o de alguien entran en juego dos tipos principales de palabras: los sustantivos y los adjetivos. Los sustantivos son todas las formas posibles de nombrar una cosa, animal o persona. Los adjetivos son las palabras empleadas para explicar cómo son las cosas que nombramos. Cuando decimos la flor roja, flor es el sustantivo y roja el adjetivo. El sustantivo contiene en sí mismo una definición del objeto: cuando decimos flor, pensamos en una idea general de lo que es una flor, sin detenernos a pensar si la misma es de un color o especie determinada; más específicamente, cuando hablamos de una rosa, pensamos en las rosas en general y ni siquiera nos preguntamos el color de la rosa. Esto es porque la palabra flor contiene en sí misma una descripción general, un significado concreto; igualmente, aunque en un ámbito más limitado, la palabra rosa contiene en sí una definición que basta para dar una idea del objeto mencionado. Como los sustantivos nos sirven únicamente para dar ideas generales de las cosas, el idioma nos ha provisto de los adjetivos, de los cuales nos valemos para completar la descripción. La flor es simplemente una flor, pero la flor fragante y hermosa nos remite a contenidos sensoriales más específicos que los que nos ofrece simplemente el sustantivo. Un sustantivo solitario nos da una idea general; al acompañarlo con los adjetivos correspondientes, la idea se hace particular y concerniente al objeto que posee las características implícitas en los adjetivos.
Hay casos en los que una palabra puede ser sustantivo en un caso y adjetivo en otro. Un caso sencillo de recordar es el de la palabra blanco: como destino de una bala es sustantivo, pero como color es adjetivo. Un jorobado es una persona con joroba y en este caso la palabra funge como sustantivo; pero si hablamos de ese señor jorobado que vive en la esquina, la palabra se convierte en adjetivo, ya que es una característica de el señor que vive en la esquina. Y se suele discutir sobre si considerar adjetivos a los títulos de las personas: el doctor es sustantivo, pero aún se duda de si, en el doctor Nelson Rodríguez, el nombre del aludido funge de sustantivo y el título, doctor, es adjetivo.
Los manuales del idioma suelen establecer límites claros entre la narración, la descripción y el diálogo. Son tres conceptos que van de la mano en cualquier clase de secundaria y que todo libro explica en capítulo aparte, con una sección particular para cada una de estas formas de hablar. Con la práctica, el escritor descubre una verdad inquietante: toda narración, toda descripción y todo diálogo, en cuanto sea construido de forma natural, traspasa las barreras descritas por los manuales, adquieren características comunes y terminan por confundirse. Hasta en las instancias más extremas, toda narración contiene elementos descriptivos, representados por los adjetivos, y contenidos dialogales, representados en la presencia invisible de un interlocutor encarnado en el lector; toda descripción participa del acto de narrar desde el momento en que algún verbo hace aparición, y mantiene características dialogales por la misma razón comentada en el caso de la narración; y todo diálogo encierra, es obvio, narraciones y descripciones en boca de quienes participan de él.
La adjetivación como herramienta descriptiva y narrativa
Todo lo que se puede contar tiene tres elementos básicos: personajes, hechos y ambienteen el cual entra, por añadidura, el factor temporal. La frase Gonzalo estuvo en Mérida tiene ya los tres elementos: un personaje (Gonzalo), un hecho (estuvo) y un ambiente (en Mérida). Esta frase, sin embargo, sólo tiene cuatro palabras; cuando el escritor se enfrenta a una narración, es necesario agregar elementos que den vida a la historia. Sería imposible construir una historia con cierta calidad literaria apelando simplemente a este tipo de frases.
He aquí la importancia de alternar los pasajes narrativos con los descriptivos. La descripción enriquece el acto de narrar en cuanto que añade nuevos matices a los elementos participantes. Notemos la diferencia en estos dos párrafos:
De pronto, cayó del cielo un aguacero. El techo del rancho retumbaba y los niños se escondían bajo los catres.
De pronto, cayó del cielo plomizo un estruendoso aguacero. El frágil techo del rancho retumbaba con metálicas sonoridades y los niños, asustados, se escondían bajo los sucios catres.
En el primer párrafo hay una acción simple: llueve y los niños corren a esconderse bajo los catres. El lector intuye que la lluvia debe de ser muy fuerte, particularmente porque la palabra aguacero remite a una lluvia de estas características, y por la presencia del verbo retumbar en la frase siguiente. La palabra rancho define automáticamente una vivienda pobre. También intuye que los niños están asustados, pues el esconderse debajo de la cama —o, en este caso, del catre— se asocia comúnmente con el miedo. En la segunda frase hemos añadido algunos adjetivos que hacen más explícitas estas condiciones y, por otro lado, dan mayor profundidad al significado de lo narrado. El adjetivo plomizo —que quiere decir de plomo— hace referencia al color gris oscuro que mostraba el cielo antes de que cayera la lluvia: al agregar este simple adjetivo, la frase deja al lector imaginarse la angustia de los niños ante la amenaza de lluvia, y quizás la prolongada espera porque se desate de una vez por todas. El adjetivo estruendoso añade un elemento auditivo a aguacero, con lo que el lector queda convencido de que la lluvia era realmente muy fuerte. El techo ahora pasa a ser el frágil techo, con lo que el lector queda prevenido de que la vivienda es sumamente pobre, impresión reforzada por la presencia del sustantivo rancho. Ahora el techo no sólo retumba, sino que además lo hace con metálicas sonoridades, caso aparte de adjetivo compuesto de varias palabras. En el segundo párrafo también el lector tiene la certeza de que los niños están asustados, y la frase cierra con la comprobación, una vez más, de que el ambiente es de extrema pobreza, al añadir, a la palabra catres, el adjetivo sucios.
De esta manera, la descripción refuerza las impresiones de lo narrado en el lector. Ahora bien, hay al menos dos niveles de descripción. El más sencillo de entender es el que se basa en los adjetivos. Un segundo nivel, más sutil, requiere del escritor cierto dominio del lenguaje y carece casi en lo absoluto de adjetivos para emprender su labor descriptiva.
Para ejemplificar el mecanismo del primer nivel descriptivo, basado principalmente en adjetivos, hemos incluido aquí
Frente al vacío, un cuento breve de Lennis Rojas, joven narradora de la ciudad venezolana de La Victoria.
Cuando camino por aquí la siento muy cerca, revoloteando a alrededor. Dirijo mis pasos hacia el precipicio y me detengo justo en el borde. Ella se detiene a mi lado y me mira. Un fuerte viento me arrolla, se enreda en mis cabellos, penetra en mis ojos con fuerza cegadora.
Suelo obstinarme de la vida en la ciudad, por eso huyo y vengo a este lugar. Me hastían con facilidad el bullicio y la gente, pero cuando me paro aquí todo es distinto, aunque a veces el espanto se apodera de mis pupilas, navega por mi cuerpo, se vuelve serpiente y se enrosca en mi cuello presionando como un delgado hilo. Ella disfruta de ese espanto que se asoma en mi rostro. Me abraza, me besa, se deleita con mi temor; de pronto el hilo se revienta. Ella ríe, yo vivo el paisaje de nuevo, sintiéndolo con un placer casi sexual que ambas disfrutamos.
Mantengo los ojos clavados en los arrecifes: nadie podría salvarse de la caída. Entonces siento sus caricias deslizarse con dulzura, palpando todos los intersticios de mi cuerpo, recorriendo suavemente mi espalda. Un escalofrío se adueña de mi penetrando en todos mis rincones; no puedo más que asirme a la baranda que me separa del vacío.
Contemplo la inmensidad del mar, a lo lejos apacible; cerca impetuoso, con los bríos de un caballo enloquecido que se estrella furioso contra las rocas. Las crestas se elevan varios metros y vuelven abajo. Desde aquí (aunque es de día) no puede verse el fondo. Estoy segura que, de caer, chocaría primero contra las piedras y, con un poco de suerte, el golpe de alguna ola me permitiría llegar hasta el mar.
Sus manos en mis hombros me hacen subir de nuevo. Ella está detrás de mí, la puedo sentir, juega conmigo empujándome suavecito hacia adelante (como si me empujara con su aliento) en un juego que me agrada a la vez que me asusta. Camino despacio hacia atrás alejándome del borde, pero ella salta sobre mi espalda, se aferra a mí con fuerza, da dulces besos a mis cabellos. —Tienes miedo —me dice. Yo no respondo y se baja. Tal vez veamos juntas el resto del paisaje, pero ella se aparta mientras yo camino. Cuanto más distante estoy del vacío, más se separa de mí. No quiero que se aleje, regreso a la orilla y vuelvo a mirar al vacío. ¿Cuánto durará la caída?
Se para delante de mí, posa sus manos en mis mejillas y con una breve caricia me besa. Ahora sé que saltaré porque ella irá conmigo. Es tan dulce que me acompañará. Estamos a punto de saltar y me invade una calma absoluta.
Salvamos la barrera que nos separaba del vacío, y justo en ese momento... me abandonó. No puedo creer que se haya separado de mí un instante antes del final.
Pero luego, antes de estrellarme, la sentí asirme con fuerza nuevamente.
No pudo dejarme sola; su dulzura se lo impide. Si, realmente la muerte es muy dulce... Ahora todo se oscurece...
Gracias a la presencia de los adjetivos, el lector se deja llevar a través de la historia como si se tratara de una conversación frente al autor. En el cuento transcrito, los adjetivos se hallan bien dosificados, cumpliendo su justo papel de reforzar una narración. Se habla aquí de un fuerte viento, lo cual ubica al lector en la circunstancia que antecede al suicidio de alguien que se lanza al mar desde un precipicio. Se hace una descripción simple —en la que participan adjetivos y sustantivos por igual— del sentimiento de hastío que inunda al personaje cuando se encuentra en la ciudad. Se describe el mar, a lo lejos apacible, cerca impetuoso. La descripción de situaciones y sentimientos, sin ser el ingrediente esencial del cuento, se deja notar y permite al lector obtener una idea absoluta de la situación narrada.
El segundo nivel, como dijimos, es más complejo pues puede llegar a carecer casi por completo de adjetivos. La descripción se ejecuta únicamente en el cerebro del lector, logrando de éste una plena participación basada en el diferimiento de la información hacia contenidos más complejos que los presentes en la narración. El autor opta por confiar en que los contenidos de su narración se encuentren presentes de antemano en el bagaje cultural individual del lector, quien recibe verbos y sustantivos que, literalmente, le hacen recordar elementos descriptivos relacionados con lo narrado. Intentando brindar una idea más o menos exacta de una descripción en la cual el autor obvia deliberadamente casi todo elemento descriptivo, hemos transcrito el cuento
EL puñal, de Jorge Luis Borges:
En un cajón hay un puñal.
Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal.
Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató a un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.
Como se puede observar, son escasos los adjetivos presentes en este cuento. Se inicia con una frase simple: En un cajón hay un puñal. Luego el autor explica de dónde ha salido el puñal —de alguna factoría de Toledo— y cuándo fue elaborado —a fines del siglo pasado—, con lo que el lector entiende que el puñal es de muy buena calidad y, además, es muy viejo. El puñal parece despertar, en quienes lo ven, cierta fascinación; en este punto, cada lector añadirá las razones que él considere suficientes para que se produzca tal fascinación. Por otro lado, el autor facilita un dato interesante: los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso. No se explica directamente cuál es el fin preciso, pero se deja ver claramente cuando se explica que el puñal encarna todos los puñales del mundo. El puñal quiere matar pero, encerrado en el cajón del cual se nos habla en el primer párrafo, sólo puede esperar eternamente al homicida para quien lo crearon los hombres, mientras los años pasan, inútiles.
Ya hemos dicho que la razón de ser del adjetivo es extender y aclarar el significado del sustantivo o, en general, de la acción alrededor de la cual se encuentra. El oficio de escritor redimensiona esta función y da al adjetivo cualidades de modelado que permiten dar determinadas formas al texto cual si fuera una pieza de arcilla. Al permitirle agregar características a un objeto, un personaje o una acción, los adjetivos pueden ser usados por el escritor para rellenar un texto cuyo peso significante debe ser equilibrado, tanto como para dejar en la conciencia del lector esas características, con la intención de convertirlas en determinantes de la historia. Siendo la literatura un arte, posee las mismas características de las otras artes; cada disciplina cumple su papel de acuerdo a las herramientas que emplea. En la literatura, es necesario conservar un equilibrio perfecto entre todas las frases de la historia, tal como si se tratara de equilibrar los colores que se despliegan en una pintura. En esto, los adjetivos son los encargados de hacer el trabajo.
Narración descriptiva
Así como hablamos de la existencia de un estilo en el cual se puede perfectamente elaborar una descripción tomando como base la simple narración de los hechos que rodean lo descrito, existe el otro extremo: textos que son descripciones absolutas. Así como en el otro caso el cerebro del lector reconstruye las características de lo descrito tomando como pista la narración de lo que rodea a lo descrito, en este estilo la narración de hechos se desarrolla en la mente del lector, con un punto de arranque ubicado justamente en el poder de los elementos descriptivos.
En la narración descriptiva los adjetivos tienen el papel más importante. Como en el caso contrario, la narración descriptiva requiere de un manejo experimentado del idioma y se fundamenta, también, en el supuesto de que el lector conserve en su memoria referentes similares —similares no significa necesariamente idénticos— a los del autor para cada adjetivo. Hemos transcrito, para ejemplificar esto, un texto escrito por el pintor español Pablo Picasso. Al parecer Picasso escribió constantemente durante toda su vida, aunque públicamente decía despreciar el oficio del escritor por cuanto consideraba que el pintor podía expresar mucho más con sus formas y colores. El Retrato de madame H.P. fue escrito por Picasso a finales de los años `50, como regalo para Hélène Parmelin, una escritora amiga:

casi en pilas de hierba sesgada, risueña, fija, clavada en las nubes y magníficamente barrida por las olas. La bandeja de plata de su mirada endiabla la carta jugada llorando, sobre el cristal que rasca su lujo en la ventana.
Una inoperante e inoportuna sed de azur cae a pico sobre la casamata de la pecadora en el arenal.
¡Ah! ¡Las gaviotas..!
Además, las cartas recibidas y por contestar mugre por mugre con la quietud muy gentilmente despierta.
Retrato hecho a vuela pluma sin tachaduras, sin goma ni miga de pan, a través de la corteza blanda de un sol.
La narración descriptiva es muy difícil de lograr porque tiene como principio básico el que no se desarrollen historias explícitas en sus frases. Las historias deben generarse en la mente del lector de manera automática al leer la descripción. Se suele malentender esto y escribir textos en los que la descripción se limita a sugerir acontecimientos e impresiones que sólo atañen al mundo individual del escritor, haciendo que el lector, en lugar de recibir esas sugerencias veladas y generar por su cuenta las historias que haga falta, queda desorientado al no entender cuál es la referencia a la que pertenece la descripción.
Sinónimos y antónimos
Por lo general, un objeto, una situación o una persona pueden ser descritos de distintas maneras. Decimos carro, pero también decimos automóvil y se nos entiende de igual manera. Decimos futuro y porvenir y todos nos entienden igual, independientemente de la palabra que se use. Esto es porque, en todos los idiomas, existen grupos de palabras utilizados para definir la misma cosa. A estas palabras las llamamos sinónimos. De la misma manera sabemos que hay palabras que significan exactamente lo contrario la una de la otra: solemos enfrentar los conceptos de bien y mal, de espíritu y materia. Este otro grupo de palabras recibe el nombre general de antónimos.
Para el escritor, los sinónimos tienen una importancia capital para evitar la excesiva repetición de una palabra, a lo que llamamos comúnmente redundancia, o igualmente la repetición constante de un sonido, a lo que llamamos cacofonía. Existe redundancia, por ejemplo, en este párrafo:
No había más casas en venta. Todas las casas tenían en la puerta un aviso que decía que se habían vendido.
La aparición en un par de oportunidades del sustantivo casas, así como el uso de las palabras venta y vendidas, obliga, para eliminar la redundancia, a tomar algunas medidas correctivas. La primera que se prueba es sustituir una de las palabras por un sinónimo:
No había más casas en venta. Todas las viviendas tenían en la puerta un aviso que decía que estaban asignadas.
En el ejemplo se observa que no siempre el sinónimo es una palabra. Pueden ser expresiones completas, como cuando cambiamos en venta por estaban asignadas. La decisión de usar una palabra como sinónimo, o una expresión completa, vendrá dada por el contexto y no existen reglas definidas para ello. Todo lo que el escritor debe mantener presente al momento de afinar su trabajo es que deben evitarse las repeticiones odiosas.
Sin embargo, nuestro texto de ejemplo tiene una especie de redundancia funcional basada en el hecho de que las palabras casas y viviendas se muestran en dos frases contiguas que describen un mismo hecho. Entonces es posible alterar la forma de construir toda la frase, eliminando una de las dos apariciones de la palabra:
No había más casas en venta; todas tenían en la puerta un aviso que decía que estaban asignadas.
Un problema adicional se presenta con las sutiles diferencias de significados que pueden llegar a tener dos palabras sinónimas. Por ejemplo, un sinónimo de dorado es áureo, pero dorado suele asociarse al color de algo, mientras que áureo a las características de oro del objeto descrito. Algunos escritores suelen apoyarse para su trabajo en diccionarios de sinónimos. Si este es el caso, es recomendable que se utilice un diccionario que acompañe las listas de sinónimos de cada palabra con las distintas acepciones de cada uno.
El uso de los antónimos en literatura no es tan complicado, puesto que el uso de una palabra que signifique lo contrario de la que se quiere enfrentar no implica, excepto en casos muy especiales, el riesgo de redundancia. Simplemente pondremos aquí, para ejemplificar, un cuento breve de Julio Cortázar, El canto de los cronopios:
Cuando los cronopios cantan sus canciones preferidas, se entusiasman de tal manera que con frecuencia se dejan atropellar por camiones y ciclistas, se caen por la ventana, y pierden lo que llevaban en los bolsillos y hasta la cuenta de los días.
Cuando un cronopio canta, las esperanzas y los famas acuden a escucharlo aunque no comprenden mucho su arrebato y en general se muestran algo escandalizados. En medio del corro el cronopio levanta sus bracitos como si sostuviera el sol, como si el cielo fuera una bandeja y el sol la cabeza del Bautista, de modo que la canción del cronopio es Salomé desnuda danzando para los famas y las esperanzas que están ahí boquiabiertos y preguntándose si el señor cura, si las conveniencias. Pero como en el fondo son buenos (los famas son buenos y las esperanzas bobas), acaban aplaudiendo al cronopio, que se recobra sobresaltado, mira en torno y se pone también a aplaudir, pobrecito.
Este cuento muestra, trabajando como antónimos las palabras camiones y ciclistas. Y, aunque no existe tal cosa como el antónimo de un camión o de un ciclista, la imagen de un camión enorme y la de un ciclista minúsculo pueden ser usadas como antónimos. Lo mismo ocurre casi al final del cuento: los famas son buenos y las esperanzas bobas: aunque buenos y bobas no son antónimos, el autor ha puesto estas palabras en pleno enfrentamiento, volviéndolas funcionalmente antónimas. Es una muestra genial de cómo el escritor que conoce el idioma está en la capacidad de amoldar los adjetivos a sus propósitos narrativos.


Uso y abuso de la sinonimia y la antonimia
Generalmente en los trabajos de los principiantes, puede ocurrir que, en la búsqueda de la diversidad de formas expresivas, se apele excesivamente al uso de sinónimos o antónimos. El escritor que no conoce plenamente las características del idioma, y específicamente las acepciones de cada palabra, puede incurrir en un error grave, que es el empleo indiscriminado de sinónimos o antónimos, dando como resultado un lenguaje rebuscado que el lector atento podrá descubrir a primera vista.
Como todo lo que tiene que ver con la creación literaria, no hay mejor forma de evitar este problema que ejercitando el conocimiento del lenguaje mediante la lectura constante. La asimilación de la estrategia que siga un autor experimentado para decir la misma cosa de distintas maneras facilita el reconocimiento de la acepción más adecuada al propósito pretendido al elaborar una historia.
Pronombres y formas pronominales
La selección de la forma pronominal adecuada a la estructura de la narración.
En las relaciones interpersonales, el lenguaje determina el papel del emisor y del receptor. En las frases que decimos, leemos o escuchamos a cada instante, se encuentran implícitos ciertos giros del idioma, útiles para fijar la posición que ocupa cada participante en el diálogo o cada personaje en una narración.
Según la forma como estos giros son aplicados, las frases son construidas en primera, segunda o tercera persona; estas personas se refieren a la dirección desde o hacia la cual se emiten las frases. Básicamente, la persona viene determinada por el uso de ciertos sustantivos empleados en el habla: yo y nosotros son los correspondientes a la primera persona, del singular en el primer caso y del plural en el segundo; y ustedes, a la segunda persona, y él y ellos, a la tercera persona. Estos sustantivos tienen un nombre técnico: pronombres.
Para que las frases tengan sentido, los pronombres obligan al emisor a construir los verbos con algunas peculiaridades especiales. Sabemos que la palabra hacer es un verbo; cuando hablamos, por ejemplo, en la primera persona del singular, decimos yo hago esto, pero al hablar en segunda persona, cambiamos la forma del verbo y decimos tú haces esto; en tercera persona, la frase queda convertida en él hace esto. Hago, haces y hace son tres formas distintas de utilizar el verbo hacer, y dependen de la persona gramatical que emite la frase; a estas variantes en el empleo de los verbos se las llama conjugaciones.
Es así como los pronombres y las conjugaciones dan personalidad al idioma. En la primera persona, como dijimos arriba, el castellano dispone de los pronombres yo y nosotros (nosotras en femenino) para las formas singular y plural; sin embargo, en todos los casos en los que es posible acompañar al pronombre con un verbo, el pronombre se vuelve innecesario. Decir Yo he estado en Barcelona no es menos correcto que cuando se elimina el pronombre y se dice He estado en Barcelona; pero la segunda forma es más elegante ya que carece de contenidos redundantes. Sucede que al conjugarse el verbo haber en primera persona, el uso del yo queda implícito en aquél. Lo mismo ocurre con nosotros, que en la frase Nosotros llegamos ayer por la tarde puede ser eliminado, quedando la frase así: Llegamos ayer por la tarde. Por supuesto, no por este hecho pierde el pronombre su utilidad; si nos preguntan ¿Quién cerró la puerta?, nuestro idioma no nos lega otra manera de responder que con el simple pronombre, Yo.
Otro tanto sucede con la segunda persona, aunque la misma encierra algunos otros casos dignos de estudio. Los pronombres de segunda persona que usamos de manera natural en muchos de los países hispanoparlantes son tú, usted (ambos para el singular) y ustedes (para el plural). En castellano, distinguimos entre y usted dándole a aquél uso exclusivo cuando conversamos con alguien a quien le tenemos confianza, y a éste la característica de trato respetuoso. Sin embargo, esto no es una regla definitiva para todo el ámbito hispanoparlante, pues en algunas regiones se ha olvidado el uso del pronombre y se ha instaurado definitivamente usted o, también, vos, que no es más que la forma original del pronombre personal de segunda persona en singular. También hay en el plural diversidad de usos: nosotros aceptamos como lo correcto el uso de ustedes, pero la forma original era, y así se sigue empleando en España y en varias regiones de Latinoamérica, vosotros o vosotras.
Los pronombres de tercera persona del singular son él y ella; del plural, ellos y ellas. Pero, además, el pronombre de tercera persona del singular puede ser sustituido por el sujeto al que hace referencia. Es lo mismo decir ella no escribió, que Laura no escribió o que la maestra no escribió. En el plural, encontramos un caso similar: es igualmente válido decir ellos irrumpieron en la habitación que los bárbaros irrumpieron en la habitación.
Los pronombres están directamente ligados a los adjetivos posesivos. Éstos son los encargados de determinar a quién corresponde un objeto material, la ejecución de una acción, una sensación o, en ciertos casos, una circunstancia. Los que solemos recordar más fácilmente son los que están ligados de manera directa al concepto de posesión: mi, mío (o mía) y conmigo, para la primera persona del singular; tu, tuyo (o tuya) y contigo, para la segunda persona del singular; su o suyo (o suya), para la tercera persona del singular. En el caso de los plurales, los pronombres son nuestros (primera persona), vuestros (segunda persona) o un simple de ellos para la tercera persona. El uso de vuestros se ha perdido en gran parte de Latinoamérica, siendo sustituido por de ustedes. Ambas formas son correctas.
Como se deja entrever en el párrafo anterior, no sólo las cosas materiales entran en el campo de lo que puede ser poseído por la persona gramatical. Así que los usos serán similares cuando hablemos de mi casa, de mi dolor de cabeza o Juan Vicente Gómez y su época. Finalmente, están los adjetivos posesivos objetivos, que sirven como auxiliares de los verbos para atribuirle una acción a una persona gramatical. Es el caso de me en la primera persona del singular (me vine porque estaba aburrido); te en la segunda persona y, en la tercera, le, se, lo y la. En plural, usamos nos para la primera persona; os para la segunda y les, se, los y las para la tercera. En la mayor parte de Latinoamérica hemos dejado de usar el os, sustituyéndolo por les.


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