domingo, 7 de abril de 2013

NABO-El negro que hizo esperar a los ángeles.G.G.Marquez

Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles

Nabo estaba de bruces sobre la hierba muerta. Sentía el olor a establo orinado
estregándose en el cuerpo. Sentía en la piel gris y brillante el rescoldo tibio de
los últimos caballos, pero no sentía la piel. Nabo no sentía nada. Era como si
se hubiera quedado dormido con el último golpe de la herradura en la frente y
ahora no tuviera más que ese solo sentido. Un doble sentido que le indicaba a
la vez el olor a establo húmedo y el innumerable cositeo de los insectos
invisibles en la hierba. Abrió los párpados. Volvió a cerrarlos y permaneció
quieto después, estirado, duro, como había estado toda la tarde, sintiéndose
crecer sin tiempo, hasta cuando alguien dijo a sus espaldas: «Anda, Nabo. Ya
dormiste bastante». Se volteó y no vio los caballos, pero la puerta estaba
cerrada. Nabo debió imaginar que las bestias estaban en algún lugar de la
oscuridad, a pesar de que no oía su impaciente cocear. Imaginaba que quien le
hablaba lo hacía desde afuera de la caballeriza, porque la puerta estaba
cerrada por dentro y la tranca corrida. Otra vez dijo la voz a sus espaldas: «Es
cierto, Nabo, ya dormiste bastante. Tienes como tres días de estar
durmiendo…» Sólo entonces Nabo abrió los ojos por completo y recordó:
«Estoy aquí porque me pateó un caballo».
No sabía en qué hora estaba viviendo. Ahora los días habían quedado atrás.
Era como si alguien hubiera pasado una esponja húmeda sobre aquellos
remotos sábados en la noche en que iba a la plaza del pueblo. Se olvidó de la
camisa blanca. Se olvidó de que tenía un sombrero verde, de paja verde, y un
pantalón oscuro. Se olvidó de que no tenía zapatos. Nabo iba a la plaza los
sábados en la noche, se sentaba en un rincón, callado, pero no para oír la
música sino para ver al negro. Todos los sábados lo veía. El negro usaba
anteojos de carey amarrados a las orejas y tocaba el saxofón en uno de los
atriles posteriores. Nabo veía al negro, pero el negro no veía a Nabo. Por lo
menos, si alguien hubiera visto seguido que Nabo iba a la plaza los sábados
por la noche para ver al negro y le hubiera preguntado (no ahora porque no
podría recordarlo) si el negro lo había visto alguna vez, Nabo habría dicho que
no. Era lo único que hacía después de cepillar los caballos: ver al negro.
Un sábado el negro no estuvo en su puesto de la banda. Nabo debió pensar al
principio que no volvería a tocar en los conciertos populares, a pesar de que el
atril estaba allí. Aunque precisamente por eso, porque el atril estaba allí, fue
por lo que más tarde pensó que el negro volvería el sábado siguiente. Pero el
sábado siguiente no volvió ni estaba el atril en su puesto.
Nabo se volteó sobre un costado y vio al hombre que le hablaba. Al principio no
lo reconoció, borrado por la oscuridad de la caballeriza. El hombre estaba
sentado en una saliente del entablado, hablando y dándose golpecitos en las
rodillas. «Me pateó un caballo», volvió a decir Nabo, tratando de reconocer al
hombre. «Es verdad», dijo el hombre. «Ahora los caballos no están aquí y te
estamos esperando en el coro». Nabo sacudió la cabeza. Todavía no había
empezado a pensar. Pero ya creía haber visto al hombre en alguna parte. El
hombre decía que a Nabo lo estaban esperando en el coro. Nabo no entendía,
pero tampoco extrañaba que alguien le dijera eso, porque todos los días,
mientras cepillaba los caballos, inventaba canciones para distraerlos. Después
cantaba en la sala para distraer a la niña muda, con las mismas canciones de
los caballos. Pero la niña estaba en otro mundo, en el mundo de la sala,
sentada, con los ojos fijos en la pared. Si cuando cantaba alguien le hubiera
dicho que lo llevaría a un coro, no se habría sorprendido. Ahora se sorprendía
menos porque no entendía. Estaba fatigado, embotado, bruto. «Quiero saber
dónde están los caballos», dijo. Y el hombre dijo: «Ya te dije que los caballos
no están aquí. Sólo nos interesaba traer una voz como la tuya». Y quizás, boca
abajo sobre la hierba, Nabo oía, pero no podía diferenciar el dolor que había
dejado la herradura en la frente, de las otras sensaciones desordenadas. Volvió
la cabeza en la hierba y se quedó dormido.
Nabo fue todavía durante dos o tres semanas a la plaza, a pesar de que el
negro ya no estaba en la banda. Tal vez alguien le habría respondido si Nabo
hubiera preguntado qué había sucedido con el negro. Pero no lo preguntó, sino
que siguió asistiendo a los conciertos hasta cuando otro hombre, con otro
saxófono, vino a ocupar el puesto del negro. Entonces Nabo se convenció de
que el negro no volvería más y resolvió no volver él mismo a la plaza. Cuando
despertó creía haber dormido muy poco tiempo. Todavía le ardía en la nariz el
olor a hierba húmeda. Todavía permanecía la oscuridad, delante de sus ojos,
rodeándolo. Pero todavía el hombre estaba en el rincón. La voz oscura y
pacífica del hombre que se golpeaba las rodillas, diciendo: «Te estamos
esperando, Nabo. Tienes como dos años de estar durmiendo y no has querido
levantarte». Entonces Nabo volvió a cerrar los ojos. Los abrió luego. Se quedó
mirando hacia el rincón y vio otra vez al hombre, desorientado, perplejo. Sólo
entonces lo reconoció.
Si los de la casa hubiéramos sabido qué hacía Nabo en la plaza los sábados
en la noche habríamos pensado que cuando dejó de ir lo hizo porque ya tenía
música en la casa. Esto fue cuando llevamos la ortofónica para distraer a la
niña. Cuando se necesitaba una persona que le diera cuerda durante todo el
día, parecía lo más natural que esa persona fuera Nabo. Podría hacerlo cuando
no tuviera que atender a los caballos. La niña permanecía sentada, oyendo los
discos. A veces, cuando la música estaba sonando, la niña bajaba del asiento,
todavía sin dejar de mirar la pared, babeando, y se arrastraba hasta el
comedor. Nabo levantaba la aguja y empezaba a cantar. Al principio, cuando
llegó a la casa y le preguntamos qué sabía hacer, Nabo dijo que sabía cantar.
Pero eso no le interesaba a nadie. Lo que se necesitaba era un muchacho que
cepillara los caballos. Nabo se quedó, pero siguió cantando, como si lo
hubiéramos aceptado para que cantara y eso de cepillar los caballos no fuera
sino una distracción que hacía más liviano el trabajo. Eso duró más de un año,
hasta cuando los dos de la casa nos acostumbramos a la idea de que la niña
no podría caminar, no reconocería a nadie, no dejaría de ser la niña muerta y
sola que oía la ortofónica, mirando la pared fríamente, hasta cuando la
levantábamos del asiento y la conducíamos al cuarto. Entonces dejó de
dolernos, pero Nabo siguió fiel, puntual, dándole cuerda a la ortofónica. Eso fue
por los días en que Nabo no había dejado de asistir a la plaza los sábados en
la noche. Un día, cuando el muchacho estaba en la caballeriza, alguien dijo
junto a la ortofónica: «Nabo». Estábamos en el corredor, sin preocuparnos de
lo que nadie hubiera podido decir. Pero cuando oímos por segunda vez
«Nabo», levantamos la cabeza y preguntamos: ¿Quién está con la niña? Y
alguien dijo: «No he visto entrar a nadie». Y otro dijo: «Estoy seguro de haber
oído una voz que dijo: ¡Nabo!» Pero cuando fuimos a ver sólo encontramos a la
niña en el suelo, recostada contra la pared.
Nabo regresó temprano y se acostó. Fue el sábado siguiente que no volvió a la
plaza porque el negro ya había sido reemplazado y tres semanas después, un
lunes, la ortofónica empezó a sonar mientras Nabo se encontraba en la
caballeriza. Nadie se preocupó al principio. Sólo después, cuando vimos venir
al negrito, cantando y chorreando todavía el agua de los caballos, le dijimos:
«¿Por dónde saliste?» Él dijo: «Por la puerta. Estaba en la caballeriza desde el
mediodía». «La ortofónica está sonando. ¿No la oyes?», le dijimos. Y Nabo dijo
que sí. Y nosotros le dijimos: «¿Quién le dio cuerda?» Y él, encogiéndose de
hombros: «La niña. Hace tiempo es ella la que le da cuerda».
Así estuvieron las cosas hasta el día en que lo encontramos de bruces en la
hierba, encerrado en la caballeriza y con la orilla de la herradura incrustada en
la frente. Cuando lo levantamos por los hombros, Nabo dijo: «Estoy aquí
porque me pateó un caballo». Pero nadie se interesó por lo que él pudiera
decir. Nos interesaban los ojos fríos y muertos y la boca llena de espumarajos
verdes. Pasó toda la noche llorando, ardido por la fiebre, delirando, hablando
del peine que se perdió en los yerbales de la caballeriza. Esto fue el primer día.
Al siguiente, cuando abrió los ojos y dijo: «Tengo sed» y le llevamos agua y se
la bebió toda de un sorbo y pidió un poco más dos veces, le preguntamos cómo
se sentía y él dijo: «Me siento como si me hubiera pateado un caballo». Y
siguió hablando durante todo el día y toda la noche. Y finalmente se sentó en la
cama, señaló hacia arriba, con el índice, y dijo que el galope de los caballos no
lo había dejado dormir en toda la noche. Pero desde la noche anterior no tenía
fiebre. Ya no deliraba, pero siguió hablando hasta cuando le introdujeron un
pañuelo en la boca. Entonces Nabo empezó a cantar por detrás del pañuelo: a
decir que oía, junto a la oreja, la respiración de los caballos, buscando el agua
por encima de la puerta cerrada. Cuando le quitamos el pañuelo para que
comiera algo, se volteó contra la pared y todos creímos que se había dormido y
hasta es posible que hubiera dormido un poco. Pero cuando despertó ya no
estaba en la cama. Tenía los pies atados y las manos atadas a un horcón del
cuarto. Amarrado, Nabo empezó a cantar.
Cuando lo reconoció Nabo le dijo al hombre: «Yo lo he visto antes». Y el
hombre dijo: «Todos los sábados me veías en la plaza», y Nabo dijo: «Es
verdad, pero yo creía que yo lo veía a usted y usted no me veía». Y el hombre
dijo: «Nunca te vi, pero después, cuando dejé de ir, sentí como si alguien
hubiera dejado de verme los sábados». Y Nabo dijo: «Usted no volvió más pero
yo seguí yendo durante tres o cuatro semanas». Y el hombre, todavía sin
moverse, dándose golpecitos en las rodillas, «Yo no podía volver a la plaza, a
pesar de que era lo único que valía la pena». Nabo trató de incorporarse,
sacudió la cabeza en la hierba y siguió oyendo la fría voz obstinada, hasta
cuando ya no tuvo tiempo ni siquiera para saber que otra vez se estaba
quedando dormido. Siempre, desde cuando lo pateó el caballo, le sucedía eso.
Y siempre oía la voz «Te estamos esperando, Nabo. Ya no hay manera de
medir el tiempo que llevas de estar dormido».
Cuatro semanas después de que el negro volvió a la banda, Nabo le estaba
peinando la cola a uno de los caballos. Nunca lo había hecho. Simplemente los
cepillaba y se ponía a cantar mientras tanto. Pero el miércoles había ido al
mercado y había visto un peine y se había dicho: «Este peine para peinarle la
cola a los caballos». Entonces fue cuando sucedió lo del caballo que le dio la
patada y lo dejó atolondrado para toda la vida, diez o quince años antes.
Alguien dijo en la casa: «Era preferible que se hubiera muerto aquel día y no
que siguiera así, rematado, hablando disparates para toda la vida». Pero nadie
había vuelto a verlo desde el día en que lo encerramos. Sólo sabíamos que
estaba allí, encerrado en el cuarto, y que desde entonces la niña no había
vuelto a mover la ortofónica. Pero en la casa apenas teníamos interés en
saberlo. Lo habíamos encerrado como si fuera un caballo, como si la patada le
hubiera comunicado la torpeza y se le hubiera incrustado en la frente toda la
estupidez de los caballos; la animalidad. Y lo dejamos aislado en cuatro
paredes, como si hubiéramos resuelto que se muriera de encierro porque no
habíamos tenido la suficiente sangre fría para matarlo de otra manera. Así
pasaron catorce años, hasta cuando uno de los niños creció y dijo que tenía
deseos de verle la cara. Y abrió la puerta.
Nabo volvió a mirar al hombre. «Me pateó un caballo», dijo. Y el hombre dijo:
«Hace siglos que estás diciendo eso y mientras tanto, te estamos aguardando
en el coro». Nabo volvió a sacudir la cabeza, volvió a hundir la frente herida en
la hierba y creyó recordar, de pronto, cómo habían sucedido las cosas. «Era la
primera vez que le peinaba la cola a un caballo», dijo. Y el hombre dijo:
«Nosotros lo quisimos así, para que vinieras a cantar en el coro». Y Nabo dijo:
«No he debido comprar el peine». Y el hombre dijo: «De todos modos lo
habrías encontrado. Nosotros habíamos resuelto que encontraras el peine y le
peinaras la cola a los caballos». Y Nabo dijo: «Nunca me había parado detrás».
Y el hombre, todavía tranquilo, todavía sin parecer impaciente: «Pero te
paraste y el caballo te pateó. Era la única manera de que vinieras al coro». Y la
conversación, implacable, diaria, continuó hasta cuando alguien dijo en la casa:
«Hacía como quince años que nadie abría esa puerta». La niña (no había
crecido. Había pasado de los treinta años y empezaba a entristecer en los
párpados) estaba sentada, mirando la pared, cuando abrieron la puerta. Ella
volteó el rostro, olfateando, hacia el otro lado. Y cuando cerraron la puerta,
volvieron a decir: «Nabo está tranquilo. Ya no se mueve adentro. Un día de
esos se morirá y no lo sabremos sino por el olor». Y alguien dijo: «Lo sabremos
por la comida. Nunca ha dejado de comer. Está bien así, encerrado, sin que
nadie lo moleste. Por el lado de atrás le entra buena luz». Y las cosas se
quedaron de ese modo; sólo que la niña siguió mirando hacia la puerta,
olfateando el vaho caliente que se filtraba por la hendidura. Estuvo así hasta la
madrugada, cuando oímos un ruido metálico en la sala y recordamos que era el
mismo ruido que se oía quince años atrás, cuando Nabo le daba cuerda a la
ortofónica. Nos levantamos, encendimos la lámpara y oímos los primeros
compases de la canción olvidada; de la canción triste que se había muerto en
los discos desde hacía tanto tiempo. El ruido siguió sonando cada vez más
forzado, hasta cuando se oyó un golpe seco, en el instante en que llegamos a
la sala y sentimos que todavía el disco seguía sonando y vimos a la niña en el
rincón junto a la ortofónica, mirando a la pared y con la manivela levantada,
desprendida de la caja sonora. No nos movimos. La niña no se movió sino que
siguió allí, quieta, endurecida, mirando la pared y con la manivela levantada.
Nosotros no dijimos nada, sino que regresamos al cuarto, recordando que
alguien nos había dicho alguna vez que la niña sabía darle cuerda a la
ortofónica. Pensándolo nos quedamos sin dormir, oyendo la musiquita gastada
del disco que seguía girando con el exceso de la cuerda rota.
El día anterior, cuando abrieron la puerta, olía adentro a desperdicios
biológicos, a cuerpo muerto. El que había abierto gritó: «¡Nabo! ¡Nabo!» Pero
nadie respondió desde adentro. Junto a la hendija estaba el plato vacío. Tres
veces al día se introducía el plato por debajo de la puerta y tres veces el plato
volvía a salir, sin comida. Por eso sabíamos que Nabo estaba vivo. Pero nada
más que por eso.
Ya no se movía adentro, ya no cantaba. Y debió ser después que cerraron la
puerta cuando Nabo dijo al hombre: «No puedo ir al coro». Y el hombre
preguntó: «¿Por qué?» Y Nabo dijo: «Porque no tengo zapatos». Y el hombre,
levantando los pies, dijo: «Eso no importa. Aquí nadie usa zapatos». Y Nabo
vio la planta amarilla y dura de los pies descalzos que el hombre tenía
levantados. «Hace una eternidad que estoy aquí», dijo el hombre. «Hace
apenas un momento que me pateó el caballo», dijo Nabo. «Ahora me echaré
un poco de agua en la cabeza y los llevaré a dar una vuelta». Y el hombre dijo:
«Ya los caballos no necesitan de ti. Ya no hay caballos. Eres tú quien debe
venir con nosotros». Y Nabo dijo: «Los caballos deberían de estar aquí». Se
incorporó un poco, hundió las manos entre la hierba mientras el hombre decía:
«Hace quince años que no tienen quien los cuide». Pero Nabo rasguñaba el
suelo debajo de la hierba, diciendo: «Todavía debe estar el peine por aquí». Y
el hombre decía: «La caballeriza la clausuraron hace quince años. Ahora está
llena de escombros». Y Nabo decía: «No hay escombros que se formen en una
tarde. Hasta que no encuentre el peine no me moveré de aquí».
Al día siguiente, después de que volvieron a asegurar la puerta, fue cuando
volvieron a oírse los trabajosos movimientos interiores. Nadie se movió
después. Nadie volvió a decir nada cuando se oyeron los primeros crujidos y la
puerta empezó a ceder, presionada por una fuerza descomunal. Se oía,
adentro, como el jadeo de una bestia acorralada. Finalmente se oyó el
chasquido de los goznes oxidados al romperse, cuando Nabo volvió a sacudir
la cabeza. «Mientras no encuentre el peine no iré al coro», dijo. «Debe estar
por aquí». Y escarbó la hierba, rompiéndola, arañando el suelo, hasta cuando
el hombre dijo: «Está bien, Nabo. Si lo único que esperas para venir al coro es
encontrar el peine, anda a buscarlo». Se inclinó hacia adelante, oscurecido el
rostro por una paciente soberbia. Apoyó las manos contra la talanquera y dijo:
«Anda, Nabo. Yo me encargaré de que nadie pueda detenerte».
Y entonces la puerta cedió y el enorme negro bestial, con la áspera cicatriz
marcada en la frente (a pesar de que habían transcurrido quince años) salió
atropellándose por encima de los muebles, tropezando con las cosas,
levantados y amenazantes los puños, que aún tenían la cuerda con que lo
amarraron quince años antes (cuando era un muchachito negro que cuidaba
los caballos): vociferando por los corredores, después de haber empujado con
el hombro la puerta de una tempestad, y pasó (antes de llegar al patio) junto a
la niña, que permanecía sentada todavía con la manivela de la ortofónica en la
mano desde la noche anterior (ella al ver la negra fuerza desencadenada,
recordó algo que en un tiempo debió ser palabra) y llegó al patio (antes de
encontrar la caballeriza), después de haberse llevado con el hombro el espejo
de la sala, pero sin ver a la niña (ni junto a la ortofónica ni el espejo) y se puso
de cara al sol, con los ojos cerrados, ciego (cuando todavía no cesaba adentro
el estrépito de los espejos rotos) y corrió sin dirección como un caballo
vendado, buscando instintivamente la puerta de la caballeriza que quince años
de encierro habían borrado de su memoria pero no de sus instintos (desde
aquel remoto día en que le peinó la cola al caballo y quedó atolondrado para
toda la vida) y dejando atrás la catástrofe, la disolución, el caos, como un toro
vendado en un cuarto lleno de lámparas, hasta cuando llegó al patio de atrás
(todavía sin encontrar la caballeriza) y escarbó el suelo con esa furiosa
tempestuosidad con que se había llevado el espejo, pensando quizás que al
escarbar la hierba se levantaría de nuevo el olor a orín de yegua, antes de
llegar por completo a las puertas de la caballeriza (y ahora más fuerte él mismo
que su propia fuerza turbulenta) y empujarla antes de tiempo y caer adentro, de
bruces, agonizante quizás, pero todavía ofuscado por esa feroz animalidad que
medio segundo antes no le permitió oír a la niña que levantó la manivela,
cuando lo vio pasar, y recordó babeando, pero sin moverse de la silla, sin
mover la boca sino haciendo girar la manivela de la ortofónica en el aire,
recordó la única palabra que había aprendido a decir en su vida y la gritó desde
la sala: «¡Nabo! ¡Nabo!»
(1951)


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