domingo, 7 de abril de 2013

PASEO-José Donoso-

CRÍTICA LITERARIA Y NOVELA CORTA “PASEO”
José Donoso
Lo incierto en la realidad
Critica literaria

La clave narrativa en la obra “Paseo” de José Donoso, motivo de este trabajo, esta orientada hacia lo incierto. La duda se erige como una realidad que no se puede precisar en un código unívoco. No serían ya dos partes enfrentadas, “esto o aquello” sino que estarían ambas coexistiendo.
Aún cuando la presencia de personajes como la tía Matilde -ambivalente- o la perra - todavía blanca- o el narrador en primera persona son fundamentales, nos parece interesante el tratamiento de la narración así como también la afirmación que esta realiza.
El relato da comienzo con el siguiente párrafo en primera persona:

“Bien puede no haber sido así -puede que mi imaginación y mi recuerdo me traicionen. Después de todo yo no era mas que un niño entonces, al que no tenían por que participar las angustias de las personas, si las hubo, ni el resultado de sus conversaciones” (Bastardilla es nuestro)

La narración gira en torno a la misteriosa desaparición de la tía Matilde. En este relato se cuenta cómo en una familia ordenada y organizada de la burguesía, un elemento extraño, la perra blanca, introduce el caos destruyendo un sistema de vida o al menos cuestionándolo en sus fundamentos. La historia que cuenta el narrador es la que detallamos pero el propio discurso organiza otra tanto o más importante que la primera. El discurso tiene la forma de una evocación que un narrador adulto hace de un hecho de que fue testigo en su infancia. El carácter evocativo de su discurso, posibilita toda una acción donde memoria fiel e imaginación infiel, luchan tratando de establecer la realidad tal cual es o tal cual fue.
Ese intento por asir una historia es lo que configura una acción fundamental, por ello es significativo que se recurra constantemente al uso de locuciones del tipo “tal vez”, “quizá”, a imprecisiones “algo como” o “como si” o a preguntas del tipo “¿Cómo era posible?” y también las adversativas “pero no” y “pero no creo”. Todo esto da al relato un matiz de incertidumbre que impide distinguir lo que realmente sucedió de lo imaginado por la conciencia evocadora del narrador. Nuestra cita más arriba “si las hubo” es, en ese sentido, un ejemplo.
Junto a esa inestabilidad y negación del relato, se agregan los modos aseverativos y comprobatorios “No era verdad”, “Es cierto que a veces”, “Fue una de esas mañanas” “Pero yo sabía que no era verdad”. Esto permitirían concluir en la existencia de dos planos: el de lo verdadero y el de lo deformado por la evocación.
Se refuerza de esta manera el doble movimiento del texto ya que por un lado se contribuye a crear una sensación de veracidad mientras que por otro se instala la ambigüedad, la inestabilidad.
Ese contrapunto entre lo afirmado y lo negado, entre lo sugerido y lo dicho es el intento de decir lo inestable. El narrador se refiere, a través de su conciencia evocadora, a los hechos del pasado y a sus propios sentimientos ligados a su función de testigo. Hay entonces dos tiempos del personaje narrador: un pasado -motivo del relato- y un presente de la narración que incluye al anterior.
Toda la historia que corre paralela a lo narrado cuya protagonista es la tía Matilde, es contrapunteada por el discurso evocador del narrador que, si bien en algunos casos es un mero testigo, actúa a la manera de un coro, comentando, previendo, presuponiendo a la vez que encuadra y otorga sentido a los hechos de la historia de la tía Matilde. El discurso es, entonces, la evocación del tiempo de un testigo cuya voluntad de conciencia evocadora, intenta explicar un tiempo pasado o como dice el narrador refiriéndose a su antigua casa:

“una ausencia, una falta que, por ser desconocida, era irremediable, algo que ni pesaba, pesaba por no existir”
También hay un intento de explicar lo que el narrador siente como una dimensión misteriosa de lo real:

“... y jamás supe si la tía Matilde, arrastrada por la perra blanca, se perdió en la ciudad, o en la muerte o en una región más misteriosa que ambas”

El personaje evocador-narrador pone de manifiesto la carencia de medios confiables, la exclusión frente a las claves para el acceso a lo incierto y misterioso. Por ello hallamos dos elementos que funcionan como claves de ese mágico mundo. En el afuera de la casa: las sirenas de los barcos, los pitazos. En el adentro de la casa con la puerta de la biblioteca.
En los pitazos de los barcos hallamos simbolizada la llamada de libertad de esas sirenas que al igual que los cantos de las sirenas mitológicas encantan al niño con un misterioso mundo del afuera. Pero mientras él está excluido de ese mundo la tía Matilde está incluida en el. Ha ingresado en compañía de la perra blanca y se opera en ella una transformación.
La exclusión y separación serán dadas con mayor fuerza con las referencias a la puerta de la biblioteca. Recordemos que la puerta abre y cierra el relato:

“¿Qué pensar? A veces oía a los hermanos hablar quedamente, lentamente, como era su costumbre, encerrados en la biblioteca, pero la maciza puerta tamizaba el significado de las palabras, permitiéndome escuchar sólo el contrapunto grave y pausado de sus voces. ¿Qué decían? Yo deseaba que allí dentro estuvieran hablando de lo que era importante de verdad, que, abandonando el respetuoso frío con que se trataban abrieran sus angustias y sus dudas haciéndolas sangrar. Pero tenía poca fe en que así fuera, que mientras rondaba junto a los altos muros del vestíbulo cerca de la puerta de la biblioteca, se grabó en mi mente la certeza de que habían elegido olvidar reuniéndose sólo para discutir, como siempre, los pleitos del estudio jurídico...."
“La puerta de la biblioteca era demasiado maciza, demasiado pesada y jamas supe si tía Matilde, arrastrada por la perra blanca .....”

El alcance de exclusión adquiere, mediante la adjetivación “maciza” para la puerta, un carácter aun mayor. Esto permite suponer que la exclusión también está dada en el adentro de la casa y que la separación del personaje es con relación al mundo de las sirenas de los barcos pero también del misterioso suceso de la tía Matilde.
Pero esta exclusión del personaje es permanente con respecto a su no acceder ni a la imaginación, ni al conocimiento. Las sirenas y la puerta permiten dar idea de ese sentimiento en su infancia. Enfrentando ahora con el pasado mediante la evocación, la exclusión permanece.
El narrador intenta superar la incertidumbre por medio de la evocación De este modo junto a lo que es conocido esta lo desconocido y por esto el relato pasa a ser ambiguo e incierto: lo central pasa a ser ambiguo. El personaje queda distanciado antes y ahora de la realidad.
Se trata entonces de hechos sucedidos hace largo tiempo y nos encontramos acá frente a un narrador similar a Cide Hamete Benengeli, el cual es presentado como real. El personaje narrador-evocador, es o ha sido testigo de los hechos. Su evocación preside el relato. Podría pensarse entonces que se quiere dar una doble visión pero a nuestro entender hay una unidad en la persona que evoca y narra a la vez que hay independencia que es la establecida en el texto por la forma de estar organizado: dos historias y su relación.
La misma oración de cierre del relato “jamas supe” hacen incierto el desenlace y la suerte de la tía Matilde e intensifica el hecho de que el discurso genera más dudas que las que despeja. Esta ambigüedad conlleva una nota de angustia que es propia de la irresolución y que el narrador-evocador le deja al lector:

“ahora pienso que quizás tuvieran razón en desear borrarlo todo, porque ¿para qué vivir con el terror inútil de verse obligado a aceptar que las calles de una ciudad puedan tragarse a un ser humano, anularlo, dejándolo sin vida y sin muerte, suspendido en una dimensión más inciertamente peligrosa que cualquier dimensión con nombre?”

Lo incierto, lo peligroso, no surge de la introducción de un elemento mágico en una familia o en un entorno ordenado. El peligro se debe a que no hay una respuesta valida con que interpretar la realidad sino varias: todas las que la imaginación permite.

Paseo, by José Donoso
Section 1
Para Mabel Cardahi
Esto sucedio cuando yo era muy chico, cuando mi tía Matilde y tío Gustavo y tío Armando, hermanos solteros de mi padre, y él mismo, vivían aún. Ahora están todos muertos. Es decir, prefiero suponer que están todos muertos porque resulta más fácil, y ya es demasiado tarde para atormentarse con preguntas que seguramente no se hicieron en el momento oportuno. No se hicieron porque los acontecimientos parecieron paralizar a los hermanos, dejándolos como ateridos de horror. Luego comenzaron a construir un muro de olvido o indiferencia que lo cubriera todo para poder enmudecer sin necesidad de martirizarse haciendo conjeturas impotentes. Bien puede no haber sido así, puede que mi imaginación y mi recuerdo me traicionen. Después de todo yo no era más que un niño entonces, al que no tenían por qué participar las angustias de las pesquisas, si las hubo, ni el resultado de sus conversaciones.
¿Qué pensar? A veces oía a los hermanos hablar quedamente, lentamente, como era su costumbre, encerrados en la biblioteca, pero la maciza puerta tamizaba el significado de las palabras, permitiéndome escuchar sólo el contrapunto grave y pausado de sus voces. ¿Qué decían? Yo deseaba que allí dentro estuvieran hablando de lo que era importante de verdad, que, abandonando el respetuoso frío con que se trataban, abrieran sus angustias y sus dudas haciéndolas sangrar. Pero tenía tan poca fe en que así fuera, que mientras rondaba junto a los altos muros del vestíbulo cerca de la puerta de la biblioteca, se grabo en mi mente la certeza de que habían elegido olvidar, reuniéndose sólo para discutir, como siempre, los pleitos del estudio jurídico que les pertenecía, especializado en derecho marítimo. Ahora pienso que quizá tuvieran razón en desear borrarlo todo, porque ¿para qué vivir con el terror inútil de verse obligado a aceptar que las calles de una ciudad pueden tragarse a un ser humano, anularlo, dejándolo sin vida y sin muerte, suspendido en una dimensión más inciertamente peligrosa que cualquiera dimensión con nombre?
Y sin embargo...
Un día, meses después de los acontecimientos, sorprendí a mi padre mirando la calle desde el balcón de la sala del segundo piso. El cielo estaba estrecho, denso, y el aire húmedo agobiaba las grandes hojas lacias de los ailantos. Me acerqué a mi padre, ávido de una respuesta que contuviera una mínima aclaración:
¿Qué hace aquí, papá? susurré. Al responder, algo se cerró súbitamente sobre la desesperación de su rostro, como el golpe de un postigo que se cierra sobre una escena vergonzosa.
¿No ves? Estoy fumando... replicó. Y encendió un cigarrillo.
No era verdad. Yo sabía por qué acechaba calle arriba y calle abajo con sus ojos ensombrecidos, llevándose de vez en cuando la mano a su suave patilla castaña: era con la esperanza de ver que reaparecía, que regresaba como si tal cosa debajo de los árboles de la acera, con la perra blanca trotando a sus talones. ¿Hubiera esperado así de tener cualquier certeza?
Poco a poco me fui dando cuenta de que no sólo mi padre, sino que todos los hermanos, como escondiéndose unos de los otros y sin confesarse ni a sí mismos lo que hacían, rondaban las ventanas de la casa, y si alguien llegaba a mirar desde la acera de enfrente, quizá divisara la sombra de cualquiera de ellos apostada junto a una cortina o rostros envejecidos por el sufrimiento atisbando desde atrás de los cristales.
Section 2
Ayer pasé frente a la casa donde entonces vivíamos. Hacía años que no andaba por allí. En aquel tiempo la calle era adoquinada con quebracho y bajo los ailantos copudos transitaba de vez en cuando un tranvía estrepitoso de fierros sueltos. Ahora ya no existen ni adoquines de madera, ni tranvías, ni árboles en las aceras. Pero nuestra casa está en pie aún, angosta y vertical como un librito apretado entre los gruesos volúmenes de los edificios nuevos, con tiendas en la planta baja y un burdo cartel recomendando camisetas de punto que cubre los dos balcones del segundo piso.
Cuando vivíamos allí casi todas las casas eran altas y delgadas como la nuestra. La cuadra estaba siempre alegre con los juegos de los niños en los manchones de ,sol de la acera, y con los chismes de las sirvientas de hogares prósperos al regresar de sus compras. Pero nuestra casa no era alegre. Lo digo así, "no era alegre", en vez de "era triste", porque es exactamente lo que quiero decir. La palabra "triste" no sería justa porque tiene connotaciones demasiado definidas, peso y dimensiones propias. Y lo que sucedía en nuestra casa era justamente lo contrario: una ausencia, una falta que por ser desconocida era irremediable, algo que ni pesaba, pesaba por no existir.
Cuando murió mi madre, antes que yo cumpliera cuatro años, se estimó necesaria la presencia de una mujer junto a mí para que me protegiera con sus cuidados. Como tía Matilde era la única mujer de la familia y vivía con mis tíos Gustavo y Armando, los tres solterones vinieron a vivir en nuestra casa, que era amplia y vacía.
Tía Matilde desempeñó sus funciones junto a mí con ese esmero característico de cuanto hacía. Yo no dudaba de que me quisiera, pero jamás logré sentir ese cariño como una experiencia palpable que nos unía. Había algo rígido en sus afectos igual que en los hombres de la familia, y el amor existía confinado dentro de cada individualidad, sin saltar límites para expresarse y unir. Para ellos, expresar sus afectos era desempeñar perfectamente sus funciones unos respecto a los otros, y, sobre todo, no incomodar, jamás incomodar. Tal vez expresar cariño de otra manera les fuera innecesario ya;, puesto que tenían tanta historia juntos, tanto pasado en común dentro del cual quizá fuera expresado hasta el hartazgo, y todo ese posible pasado de ternura se hallaba ahora estilizado bajo la forma de acciones certeras, símbolos útiles que no requerían mayor elucidación. Quedaba sólo el respeto como contacto entre los cuatro hermanos silenciosos y aislados que recorrían los pasillos de aquella honda casa que, a semejanza de un libro, sólo mostraba la angosta franja de su lomo a la calle.
Yo, naturalmente, no tenía historia en común con tía Matilde. ¿Cómo podía tenerla si no era más que un niño que comprendía sólo a medias los adustos motivos de los mayores? Deseaba ardientemente que ese cariño confinado se rebasará expresándose de otro modo, con un arrebato, por ejemplo, o con una tontería. Pero ella no podía adivinar este deseo mío porque su atención no estaba enfocada sobre mí, yo era una persona periférica a su vida, tangente a lo sumo, nunca central. Y no era central porque su centro entero estaba colmado por mi padre y por mis tíos Gustavo y Armando. Tía Matilde nació única mujer—mujer fea, además—en una familia de varones apuestos, y al darse cuenta de que su matrimonio era poco probable, se consagró a velar por la comodidad de esos hombres, a llevarles la casa, a cuidarles la ropa, a encargar para ellos sus platos favoritos. Desempeñaba estas funciones sin el menor servilismo orgullosa de su papel porque no dudaba de la excelencia y dignidad de sus hermanos. Además, como todas las mujeres, poseía en grado sumo esa fe tan oscura en que el bienestar físico es, si no lo principal, ciertamente lo primero, y que no tener hambre ni frío ni incomodidad es la base para cualquier bien de otro orden. No es que sufriera con las fallas en este sentido, sino que, más bien, la impacientaban, y al ver miseria o debilidad en torno suyo tomaba medidas inmediatas para remediar, lo que, sin duda eran errores en un mundo que debía, que tenía que ser perfecto. En otro plano era intolerancia por camisas que no estuvieran planchadas estupendamente, por carne que no fuera de primerísima calidad, por la humedad que debido a un descuido se introducía en la caja de los habanos. Aquí residía el vigor indiscutido de tía Matilde, alimentando por medio de él las raíces de la grandeza de sus hermanos, y aceptando que ellos la protegieran porque eran hombres, más sabios y más fuertes que ella.
Después de la comida, siguiendo lo que sin duda era una liturgia antiquísima en la familia, tía Matilde subía al piso de los dormitorios y en el cuarto de cada uno de sus hermanos alistaba las camas, apartando lo cobertores con sus manos huesudas. Ponía un chal a los pies de la cama de tal, que era friolento; colocaba un almohadón de plumas a la cabecera de cual, que leía antes de dormirse. Luego, dejando los veladores encendidos junto a los vastos lechos, bajaba a la sala de billar a reunirse con los hombres, para tomar café y jugar unas cuantas carambolas antes que, como conjurados por ella, se retiraran a llenar las efigies vacías de los pijamas dispuestos sobre las blancas sábanas entreabiertas.
Pero tía Matilde jamás abría mi cama. Al subir a mi cuarto yo llevaba el corazón detenido con la esperanza de encontrar mi cama abierta con la reconocible pericia de sus manos, pero siempre tuve que conformarme con el estilo tanto menos puro de la sirvienta encargada de hacerlo. Nunca me concedió esa marca de importancia, porque yo no era su hermano. Y no ser "uno de mis hermanos" le parecía una desdicha de la que eran víctimas muchas personas, casi todas en realidad, incluso yo, que al fin y al cabo no era más que hijo de uno de ellos.
A veces tía Matilde me mandaba a llamar a su cuarto, y cosiendo junto a la alta ventana se dirigía a mí sin jamás preguntarme nada, dando por hecho que todos mis sentimientos, gustos y reflexiones eran producto de lo que ella decía, segura de que nada podía entorpecerme para recibir íntegras sus palabras. Yo la escuchaba atento. Me ponderaba el privilegio que era haber nacido de uno de sus hermanos, pudiendo así vivir en contacto con todo ellos. Me hablaba de la probidad absoluta de sus sagaces actuaciones como abogados en los más intrincados pleitos marítimos, comunicándome su entusiasmo por su prosperidad y distinción, que sin duda yo prolongaría. Me explicaba el embargo de un cargamento de bronce, cierta avería por colisión con un insignificante remolcador, los efectos desastrosos de la sobreestadía de un barco de bandera exótica. Esto, para ella era la vida, esto y los problemas de la casa. Pero al hablarme de los barcos sus palabras no enunciaban la magia de esos roncos pitazos navegantes que yo solía oír a lo lejos en las noches de verano cuando, desvelado por el calor, subía hasta el desván, y asomándome por una lucarna contemplaba las lejanas luces que flotaban, y esos bloques de tinieblas de la ciudad yacente a la que carecía de acceso porque mi vida era, y siempre iba a ser, perfectamente ordenada. Tía Matilde no me insinuaba esa magia porque la desconocía, no tenía lugar en su vida, como no podía tener lugar en la vida de gente que estaba destinada a morir dignamente para después instalarse con toda comodidad en el cielo, un cielo idéntico a nuestra casa. Mudo, yo la escuchaba hablar, con la vista prendida a la hebra de hilo claro que al ser alzada contra su blusa negra parecía captar toda la luz de la ventana. Yo poseía una melancólica sensación de imposibilidad frente a esos pitazos navegantes en la noche, y a esa ciudad oscura y estrellada tan semejante al cielo al que ella no concedía misterio alguno. Pero me regocijaba ante el mundo de seguridad que sus palabras trazaban para mí, ese magnífico camino recto que desembocababa en una muerte no temida, igual a esta vida, sin nada fortuito ni inesperado. Porque la muerte no era terrible. Era el corte final, limpio y definitivo, nada más. El infierno existía, claro, pero no para nosotros sino que para castigar a los demás habitantes de la ciudad, o a los anónimos marineros que ocasionaban las averías que, al terminar los pleitos, llenaban las arcas familiares.
Tía Matilde era tan ajena a la idea de amenaza de lo inesperado, a toda idea de temor, que, porque creo que el temor y el amor van tan unidos, me acomete la tentación de pensar que en aquella época no quería a nadie. Pero tal vez me equivoque. A su manera, aislada y rígida, es posible que a sus hermanos la ligara una suerte de amor. En la noche, después de la cena, se reunían en la sala de billar para tomar café y jugar unos partidos. Yo los acompañaba. Allí, frente a ese círculo de amores confinados que no me incluía en su ruedo, sufría percibiendo que los hilos de sus afectos ya ni siquiera intentaban atarse. Es curioso que mi imaginación, al recordar la casa, no me permita más que grises, sombras, matices; pero evocando esa hora, sobre el verde estridente del tapete, el rojo y blanco de las bochas y el cubito de tiza azul vuelven a inflamarse en mi memoria iluminados por la lámpara baja cuya pantalla desterraba todo el resto de la habitación a la penumbra. Siguiendo una de las tantas formas rituales de la familia, la voz lisa de tía Matilde iba rescatando por turnos a cada uno de sus hermanos de la oscuridad, para que hicieran sus jugadas:
Ahora tú, Gustavo...
Y al inclinarse sobre el verde de la mesa, taco en mano, se iluminaba el rostro de tío Gustavo, frágil como un papel, cuya nobleza era extrañamente contradicha por sus ojos demasiado pequeños y juntos. Terminando de jugar regresaba a la sombra, donde aspiraba un habano cuyo humo se desprendía flojo hasta disolverse en la oscuridad del techo. Su hermana decía entonces:
Bueno, Armando...
Y el rostro fofo y tímido de tío Armando, con sus grandes ojos celestes opacados por las gafas de marco de oro, bajaba a la luz. Su jugada era generalmente mala, porque era «el niño», como a veces lo llamaba tía Matilde. Después de los comentarios suscitados por su juego, se refugiaba detrás del diario y tía Matilde decía:
Pedro, tu turno...
Yo retenía la respiración al verlo inclinarse para jugar, la retenía viéndolo sucumbir ante el mandato de su hermana, y con el corazón hecho un nudo rogaba que se rebelara contra los órdenes preestablecidos. Naturalmente, yo no podía darme cuenta de que ese orden rígido era en sí una forma de rebelión inventada por ellos contra lo caótico, para que no los tocara la mano terrible de lo que no se puede explicar ni solucionar. Mi padre, entonces, se inclinaba sobre el paño verde, midiendo con su mirada suave las distancias y posiciones de las bolas. Hacía su jugada y al hacerla resoplaba de manera que sus bigotes y su patilla se agitaban un poco alrededor de la boca en- treabierta. Luego me entregaba su taco para que lo tizara con el cubo de tiza azul. Así, con este mínimo papel que me asignaba, me hacía tocar, por lo menos en la periferia, el círculo que lo unía a sus hermanos, sin hacerme participar más que tangencialmente en él.
Después jugaba tía Matilde. Era la mejor jugadora. Al ver que su rostro tosco, construido como con los defectos de los rostros de sus hermanos, descendía desde la sombra, yo sabía que iba a ganar, que tenía que ganar. Y, sin embargo..., no he visto un destello de alegríaen sus ojos diminutos en medio de ese rostro irregular c¿omo un puño brutalmente apretado, cuando por casualidad alguno de ellos lograba vencerla? Esa gota de alegría era porque, aunque lo deseara, nunca se hubiera permitido dejarlos ganar. Eso sería introducir el misterioso elemento del amor en un juego que no debía incluirlo, porque el cariño debe permanecer en su sitio, sin rebasarse para deformar la realidad exacta de una carambola.
Section 3
Jamás me gustaron los perros. Tal vez alguno me haya asustado siendo yo muy niño, no lo recuerdo, pero siempre me han desagradado. En todo caso, por aquella época mi desagrado por esos animales era inútil, ya que en casa no había perros, y como yo salía poco, se presentaban escasas ocasiones para que me incomodaran. Para mis tíos y mis padres, los perros, como todo el reino animal, no existían. Las vacas, claro, suministraban la crema que enriquecía el postre dominguero servido sobre una bandeja de plata; eran los pájaros los que al crepúsculo piaban agradablemente en la copa del olmo, único habitante del pequeño jardín al que la casa daba la espalda. Pero el reino animal existía sólo en la medida en que contribuyera al regalo de sus personas. Para qué decir, entonces, que los perros, haraganes como son los perros de la ciudad, ni siquiera les rozaban la imaginación con una posibilidad de existencia.
Es cierto que a veces, regresando de misa los domingos, algún perro solía cruzarse en nuestro camino, pero era fácil no concederle existencia. Tía Matilde, que siempre iba adelante conmigo, sencillamente no elegía verlo, y unos pasos más atrás, mi padre y mis tíos iban preocupados con problemas demasiado importantes para fijarse en algo tan banal como un perro callejero.
A veces tía Matilde y yo íbamos a misa temprano para comulgar. Rara vez lograba concentrarme al recibir el sacramento, porque generalmente la idea de que ella me vigilaba sin mirar ocupaba el primer plano de mi conciencia. Aunque sus ojos estuvieran dirigidos al altar o su frente humillada ante el Santísimo, cualquier movimiento mío llamaba su atención, tanto que, al salir de la iglesia, me decía con disimulado reproche que sin duda fue una pulga atrapada en los bancos lo que me impidió concentrarme en meditar que la muerte es el buen fin previsto, y en rogar que no fuera dolorosa, que para eso servían misas, rezos y comuniones.
Fue una de esas mañanas.
Una llovizna minuciosa amenazaba transformarse en temporal,y los adoquines de quebracho extendían sus nítidos abanicos brillosos de acera a acera, tarjados por los rieles del tranvía. Como tenía frío y deseaba estar pronto de vuelta en casa, apresuré el paso bajo el hongo enlutado del paraguas sostenido por tía Matilde. Pasaban pocas personas porque era temprano. Un señor muy moreno nos saludó sin levantar el sombrero, a causa de la lluvia. Mi tía, entonces, acaparó mi atención, reiterándome su desprecio por la gente de raza mixta, pero de pronto, cerca de donde caminábamos, un tranvía que no oí venir frenó brutalmente haciéndola suspender su monólogo. El conductor se asomó por la ventanilla:
¡Perro imbécil! vociferó.
Nos detuvimos para mirar.
Una pequeña perra blanca escapó casi de entre las ruedas del tranvía, y rengueando penosamente, con la cola entre las piernas, fue a refugiarse en el umbral de una puerta. El tranvía volvió a partir.
Estos perros, es el colmo que los dejen andar así.... protestó tía Matilde.
Al seguir nuestro camino pasamos junto a la perra acurrucada en el rincón del umbral. Era pequeña y blanca, con las patas demasiado cortas para su porte y un feo hocico puntiagudo que pregonaba toda una genealogía de mesalianzas callejeras, resumen de razas impares que durante generaciones habían recorrido la ciudad buscando alimento en los tarros de basura y entre los desperdicios del puerto. Estaba empapada, débil, tiritando de frío o de fiebre. Al pasar frente a ella percibí una cosa extraña: mi tía miró a la perra y los ojos de la perra se cruzaron con su mirada. No vi la expresión de los ojos de mi tfa. Sólo vi que la perra la miró, haciendo suya esa mirada, contuviera lo que contuviere sólo porque se fijaba en ella.
Seguimos hacia casa. Unos pasos más allá, cuando yo estaba a punto de olvidar a la perra, mi tía me sorprendió al darse vuelta bruscamente y exclamar:
¡ Pssst! ¡ Andate!
Se había vuelto con una certeza tan absoluta de encontrarla siguiéndonos, que vibré con la pregunta muda que surgió de mi sorpresa: ¿Cómo lo supo? No podía haberla oído puesto que la distancia a que nos seguía era apreciable. Pero no lo dudó. ¿Tal vez esa mirada que se cruzó entre ellas, de la que yo sólo pude ver lo mecánico—la cabeza de la perra alzada apenas hacia tía Matilde, la cabeza de tía Matilde entornada apenas hacia ella—, contuvo algún compromiso secreto, alguna promesa de lealtad que yo no percibí? No lo sé. En todo caso, al darse vuelta para echar a la perra, su pssst corto y definitivo era la voz de algo como un deseo irnpotente de alejar un destino que ya se ha tenido que aceptar. Es probable que diga todo esto a la luz de hechos posteriores, que mi imaginación adorne de significado lo que no fue más que trivial. Sin embargo, puedo asegurar que en ese momento senti extrañeza, temor casi, ante la repentina pérdida de dignidad de mi tía al condescender a volverse, otorgándole rango a una perra enferma y sucia que nos seguía por razones que no podían tener importancia.
Llegamos a casa. Subimos las gradas y el animal se quedó abajo, mirándonos desde la lluvia torrencial recién desencadenada. Entramos, y el delectable proceso del desayuno posterior a la comunión logró borrar de mi mente a la perra blanca. Jamás sentí tan protectora nuestra casa como aquella mañana, nunca fue tan grande mi regocijo por la seguridad con que esas viejas paredes deslindaban mi mundo.
¿Qué hice el resto de esa mañana? No lo recuerdo, pero supongo que haría lo de siempre: leer revistas, hacer tareas, vagar por la escalera, bajar hasta la cocina para preguntar qué había de almuerzo ese domingo.
En uno de mis vagabundeos por las estancias vacías—mis tíos se levantaban tarde los domingos de lluvia, excusándose de ir a la iglesia—, alcé la cortina de una ventana para ver si la lluvia prometía amainar el temporal seguía. Y parada al pie de las gradas, tiritando aún y escudriñando la casa, volví a ver a la perra blanca. Dejé caer la cortina para no verla allí, empapada y como presa de una fascinación. De pronto, detrás de mí, del ámbito oscuro de la sala, surgió la voz queda de tía Matilde, que, inclinada para atracar un fósforo a la leña ya dispuesta en la chimenea, me preguntaba:
¿Está ahí todavía?
¿ Quién?
Yo sabía quién.
La perra blanca ...
Respondí que allí estaba. Pero mi voz fue insegura al formar las sílabas, como si de alguna manera la pregunta de mi tía derribara los muros que nos cobijaban permitiendo que la lluvia y el viento inclemente se instalaran dentro de nuestra casa.
Section 4
Debe de haber sido el último temporal de ese invierno, porque recuerdo claramente que los días siguientes se abrieron y que las noches comenzaron a entibiarse.
La perra blanca continuó apostada en nuestra puerta, siempre temerosa, escudriñando las ventanas como si buscara a alguien. En la mañana, al partir al colegio, yo trataba de espantarla, para que se fuera, pero no bien me trepaba al autobús la veía reaparecer tímidamente por la esquina o desde atrás de un farol. Las sirvientas tambien trataron de alejarla, pero sus tentativas fueron tan infructuosas como las mías, porque la perra nunca dejaba de regresar, como si permanecer cerca de nuestra casa fuera una tentación que, aunque peligrosa, tenía que obedecer.
Una noche estábamos todos despidiéndonos al pie de la escalera antes de irnos a dormir. Tio Gustavo que siempre se encargaba de hacerlo, ya había apagado todas las luces, menos la de la escalera, dejando el gran espacio del vestíbulo poblado por las densidades de los muebles. Tía Matilde, que recomendaba a tío Armando que abriera la ventana de su cuarto para que entrara un poco de aire, de pronto enmudeció, dejando sus despedidas inconclusas y los movimientos de todos nosotros, que comenzábamos a subir, detenidos.
¿Qué pasa? preguntó mi padre bajando un escalón.
Suban murmuró tía Matilde, dándose vuelta para mirar la penumbra del vestíbulo.
Pero no subimos.
El silencio de la sala, generalmente tan espacioso, se colmó con la voz secreta de cada objeto—un grano de tierra escurriéndose entre el viejo papel y el muro, maderas crujientes, el trepidar de algún cristal suelto—y esos escasos segundos se inundaron de resonancias. Alguien, además de nosotros, estaba donde estábamos nosotros. Una pequeña forma blanca venció la penumbra junto a la puerta de servicio. Era la perra, que atravesó el vestíbulo rengueando lentamente en dirección a tía Matilde, y sin mirarla siquiera se echó a sus pies.
Fue como si la inmovilidad de la perra hubiera vuelto a hacer posible el movimiento de los que contemplábamos la escena. Mi padre bajó dos escalones, tío Gustavo encendió la luz, tío Armando subió pesadamente y se encerró en su dormitorio.
¿Qué es esto? preguntó mi padre.
Tía Matilde permanecía inmóvil.
—¿Cómo entraría?—se preguntó de pronto.
Sus palabras parecían apreciar la proeza que significaba haber saltado tapias en ese estado lamentable, o haberse introducido en el sótano por un vidrio roto, o haber burlado la vigilancia de las sirvientas para deslizarse por una puerta casualmente abierta.
Matilde, llama para que se la lleven dijo mi padre, y subió seguido por tío Gustavo.
Quedamos ella y yo mirando la perra.
Está inmunda dijo en voz baja—. Y tiene fiebre. Mira, está herida...
Llamó a una sirvienta para que se la llevara, ordenándole que le diera de comer y que al otro dia llamara a un veterinario.
¿Se va a quedar en la casa? pregunté.
¿Cómo va a andar así por la calle? murmuró tía Matilde. Tiene que sanar para poder echarla. Y tiene que sanar pronto, porque no quiero tener animales en la casa.
Luego agregó:
Sube a acostarte.
Ella siguió a la sirvienta que se llevaba a la perra.
Reconocí esa antigua urgencia de tía Matilde porque todo anduviera bien en torno suyo, ese vigor y pericia que la hacían reina indudable de las cosas inmediatas, encontrándose tan segura dentro de sus limitaciones, que para ella lo único necesario era solucionar desperfectos, errores no de intención o motivo, sino de estado. La perra blanca, por lo tanto, iba a sanar. Ella misma, porque el animal había entrado en el radio de su poder, se encargaría de ello. El veterinario le vendaría la pata herida bajo su propia vigilancia, y protegida por guantes de goma y por un paño, ella misma se encargaría de lavarle las pústulas con desinfectantes que la harían gemir. Pero tía Matilde permanecería sorda a esos gemidos, segura, tremendamente segura, de que cuanto hacía era para bien.
Así fue.
La perra se quedó en la casa. No es que yo la viera, pero conocía el equilibrio de personas que la habitaban, de manera que la presencia de cualquier extraño, aunque permaneciera en los confines del sótano, podía establecer un desnivel en lo acostumbrado. Algo, algo me acusaba su existencia bajo el mismo techo que yo. Quizás ese algo no fuera tan imponderable. A veces veía a tia Matilde con los guantes de goma en la mano, llevando un frasco lleno de líquido rojo. Encontré un plato con piltrafas en un pasillo del sótano, donde fui a contemplar la bicicleta que acababan de regalarme. Débilmente, amortiguado por pisos y muros, a veces llegaba hasta mis oídos la sospecha de un ladrido.
Una tarde bajé a la cocina, y la perra blanca entró, manchada como un payaso con el desinfectante rojo. Las sirvientas la echaron sin miramientos. Pero vi que no rengueaba ya, que su cola, antes lacia, se enroscaba como una pluma dejando a la vista su trasero desvergonzado.
Esa tarde le pregunté a tía Matilde:
¿Cuándo la va a echar?
¿A quién? preguntó ella.
Lo sabía perfectamente.
A la perra blanca.
Todavía no está bien respondió.
Más tarde pensé insistir, diciéndole que aunque la perra no estuviera sana del todo, seguramente ya nada le impediría encaramarse en los tarros para husmear la basura en busca de comida. No lo hice porque creo que fue esa misma noche cuando tía Matilde, después de perder la primera partida de billar, decidió que no tenía ganas de jugar otra. Sus hermanos siguieron jugando, y ella, sumida en el enorme sofá de cuero, les iba indicando sus turnos. De pronto se equivocó en el orden de los nombres. Hubo un momento de desconcierto, pero el hilo del orden fue retomado prontamente por esos hombres que rechazaban la casualidad si no les era favorable. Pero yo ya había visto.
Era como si tía Matilde no estuviera allí. Respiraba a mi lado como siempre. La honda alfombra silenciadora cedía como de costumbre bajo sus pies. Sus manos cruzadas tranquilamente —tal vez aún más tranquilamente que otras noches—pesaban sobre su falda. ¿Cómo es posible que se sienta con tanta certeza la ausencia de un ser cuando su corazón está en otra parte? Sólo su corazón estaba ausente, pero la voz con que iba llamando a sus hermanos arrastraba significaciones desusadas porque nacía en otro lugar.
Las noches siguientes fueron iguales, enturbiadas por ese borrón casi invisible de su ausencia. Dejó por completo de tomar parte en el juego y de llamarlos por sus nombres. Ellos parecieron no notarlo. Pero quizás lo notaran, porque los partidos se hicieron más cortos, y noté que la deferencia con que la trataban aumentó infinitesimalmente.
Una noche, cuando salíamos del comedor, la perra hizo su aparicion en el vestíbulo y se unió al grupo familiar. Ellos, como de costumbre, aguardaron en la puerta de la biblioteca para que su hermana los precediera hasta la sala de billar, esta vez seguida airosamente por la perra blanca. No hicieron comentario alguno, como si no la hubieran visto, iniciando su partido como todas las noches.
La perra se sento a los pies de tía Matilde, muy quieta, sus ojos vivísimos recorriendo la sala y siguiendo las maniobras de los jugadores, como si todo aquello la entretuviera, muchísimo. Ahora estaba gorda y tenía la pelambre brillosa, todo su cuerpo, desde el palpitante hociquillo hasta la cola lista para agitarse, repleto de una vital capacidad de diversión. ¿Cuánto tiempo había permanecido en casa? ¿Un mes? Tal vez más. Pero en ese mes tía Matilde la había obligado a sanar, cuidándola sin despliegues de ternura pero con la gran sabiduria de sus manos huesudas empeñada en componer lo descompuesto. Le había curado las llagas, implacable ante su dolor y sus gemidos. Su pata estaba sana. La había desinfectado, alimentado, bañado, y ahora la perra blanca era un ser entero.
Todo esto, sin embargo, no parecía unirla a la perra. Quizás la aceptara como esa noche mis tíos también aceptaron su presencia: rechazarla hubiera sido darle una importancia que para ellos no podía tener. Yo veía a tía Matilde tranquila, recogida, colmada de un elemento nuevo que no llegaba a desbordarse para tocar su objeto, y ahora éramos seis los seres separados por algo más vasto que trechos de alfombra y de aire.
En una de sus jugadas, tío Armando, que era torpe, tiró al suelo el cubito de tiza azul. Inmediatamente, obedeciendo a un resorte que la unía a su picaresco pasado callejero, la perra corrió hasta la tiza y, arrebatándosela a tío Armando, que se había inclinado para recogerla, la tomó en el hocico. Entonces sucedió algo sorprendente. Tía Matilde, como.si de pronto se deshiciera, estalló en una carcajada incontenible que la agitó entera durante unos segundos. Quedamos helados. AI oírla, la perra abandonó la tiza, corrió hacia ella con la cola agitada en alto, y saltó sobre su falda. La risa de tía Matilde se aplacó, pero tío Armando, vejado, abandonó la sala para no presenciar ese desmoronamiento del orden mediante la intrusión de lo absurdo. Tío Gustavo y mi padre prosiguieron el juego; ahora era más importante que nunca no ver, no ver nada, no comentar, no darse por aludido de los acontecimientos, y así quizás detener algo que avanzaba.
Yo no encontré divertida la carcajada de tía Matilde. Era demasiado evidente que algo oscuro la había suscitado. La perra se aquietó sobre su falda. Los chasquidos de las bolas al golpearse, precisos y espaciados, parecieron conducir la mano de tía Matilde primero desde su lugar en el sofá hasta su falda, y luego hasta el lomo de la perra adormecida. Al ver esa mano inexpresiva reposando allí, observé también que la tensión que jamás antes había percibido como tal en las facciones de mi tía—nunca sospeché que pudiera ser otra cosa que dignidad—se había disuelto, y que una gran paz suavizaba su rostro. No pude resistirlo. Obedeciendo a algo más poderoso que mi voluntad me acerqué a ella sobre el sofá. Esperé que me llamara con una mirada o que me incluyera mediante una sonrisa, pero no lo hizo porque la nueva relación entablada era demasiado exclusiva, y en ella no había lugar para mí. Eran sólo dos los seres unidos. Aunque no lo deseaba, yo quedaba afuera. Y los demás, los hermanos, permanecían aislados porque desoyeron la peligrosa invitación que tía Matilde se atrevió a escuchar.
Section 5
Cuando yo llegaba del colegio por la tarde, iba directamente a la planta baja, y montando mi bicicleta nueva daba vuelta tras vuelta por el estrecho jardín del fondo de la casa, centrado en torno al olmo y al par de escaños de fierro. Detrás de la tapia, los nogales de la otra casa comenzaban a mostrar un leve esbozo primaveral, pero yo no hacía caso de las estaciones y sus dádivas porque tenía cosas demasiado graves en que pensar. Y como sabía que nadie bajaba al jardín hasta que el ahogo de pleno verano lo hiciera perentorio, era el mejor sitio para meditar sobre lo que en casa sucedía.
Superficialmente se hubiera dicho que nada sucedía. ¿Pero cómo permanecer tranquilo frente a la curiosa relación anudada entre mi tía y la perra blanca? Era como si tía Matilde, después de servir esmeradamente y conformarse con su vida impar, por fin hubiera hallado a su igual, a alguien que hablaba su lenguaje más inconfesado, y como entre damas, llevaban una vida íntima llena de amabilidades y refinamientos gratos. Comían bombones que venían en cajas atadas con frívolos cintajos. Mi tía disponía naranjas, piñas, uvas en las empinadas fruteras de cristal, y la perra la observaba como si criticara su buen gusto o fuera a darle su opinión. Era como si hubiera descubierto una región más benigna de la vida en este compartir de agrados, tanto que ahora todo había perdido importancia para ella frente a este nuevo mundo afectuoso. Era frecuente que pasando junto a la puerta de su habitación yo escuchara una carcajada similar a la que había echado por tierra el viejo orden de su vida aquella noche, o que la oyera dialogar—no monologaba como conmigo—con una interlocutora cuya voz yo no oía. Era la vida nueva. La perra, la culpable, dormía en una cesta en su cuarto, una cesta primorosa, femenina, absurda a mi parecer, y la seguía a todas partes, menos al comedor. La entrada allí le estaba vedada, pero esperando la salida de su amiga, la seguía hasta la biblioteca o el billar, según donde nos instaláramos, y se sentaba a su lado o en su falda, cruzando, de tanto en tanto, cómplices miradas de entendimiento. Yo sentía que la perra era la más fuerte de las dos, la que mostraba y enseñaba cosas desconocidas a tía Matilde, que se había entregado por completo a su experiencia.
¿Cómo era posible?, me preguntaba yo. ¿Por qué tuvo que esperar hasta ahora para lograr rebasarse por fin y entablar un diálogo por primera vez en su vida? A veces la veía insegura respecto a la perra, como temerosa de que así como un buen dia llegó, también partiera, dejándola sola, con todo este nuevo caudal pesándole en las manos. ¿O temía aún por su salud? Era demasiado extraño. Estas ideas flotaban como borrones suspendidos en mi imaginación,mientras oía crujir la gravilla del sendero bajo las ruedas de mi bicicleta Lo que no era borroso, en cambio, era mi vehemente deseo de enfermar de gravedad, para ver si así lograba yo tam de mi bicicleta bién cosechar una relación parecida. Porque la enfermedad de la perra había sido la causa de todo. Sin eso mi tía jamás se hubiera ligado con ella. Pero yo tenía una salud de fierro, y además era claro que el corazón de tía Matilde no daba cabida más que para un solo amor a la vez, sobre todo si era tan inmenso.
Mi padre y mis tíos no parecieron notar cambio alguno. La perra era silenciosa, y abandonando sus modales de callejera, pareció adquirir las maneras un tanto dignas de tía Matilde, conservando, sin embargo, todo su empaque de hembra a la cual las durezas de la vida no han podido ensombrecer ni su buen humor ni su inclinación por la aventura. Para ellos resultaba más fácil aceptarla que rechazarla, ya que lo último hubiera comprometido por lo menos sus comentarios, y tal vez hasta una revisión incómoda de sus cánones de seguridad.
Una noche, cuando el jarro de limonada ya había hecho su aparición sobre la consola de la biblioteca, refrescando ese rincón de la penumbra, y las ventanas quedaban abiertas al aire, mi padre se detuvo bruscamente al entrar en.la sala de billar.
¿Qué es esto? exclamó mirando el suelo.
Consternados, los tres hombres se pararon a mirar una pequeña charca redonda en el piso encerado.
¡Matilde! llamó tío Gustavo.
Ella se acercó a mirar y enrojeció de vergüenza. La perra se había refugiado bajo la mesa del billar en la habitación contigua. Al dirigirse a la mesa, mi padre la vio allí, y cambiando bruscamente de rumbo salió de la sala seguido por sus hermanos, dirigiéndose a los dormitorios, donde cada uno se encerró mudo y solo.
Tía Matilde no dijo nada. Subió a su cuarto seguida de la perra. Yo permanecí en la biblioteca con un vaso de limonada en la mano, mirando el cielo del verano, y escuchando, escuchando ansiosamente algún pitazo lejano de un barco, y el rumor de la ciudad desconocida, terrible y también deseada, que se extendía bajo las estrellas.
Pronto oí bajar a tía Matilde, que apareció con el sombrero puesto y con las llaves tintineando en la mano.
Anda a acostarte dijo—. Voy a llevarla a pasear a la calle para que haga sus necesidades.
Luego agregó algo que me hizo temblar: Está tan linda la noche ...
Y salió.
De esa noche en adelante, en vez de subir después de comida para abrir las camas de sus hermanos, iba a su pieza, se encasquetaba el sombrero y volvía a bajar, haciendo tintinear las llaves. Salia con la perra, sin decirle nada a nadie. Y mis tíos y mi padre y yo nos quedábamos en el billar, y más avanzada la estación, sentados en los escaños del jardín, con todo el rumor del olmo y la claridad del cielo pesando sobre nosotros. Jamás se habló de estos paseos nocturnos de tía Matilde, jamás mostraron de manera alguna que se daban cuenta de que algo importante había cambiado en la casa al introducirse allí un elemento que contradecía todo orden al principio tía Matilde permanecía afuera a lo sumo veinte minutos o media hora, regresando pronto para tomar cualquier cosa con nosotros y cambiar algunos comentarios triviales. Más tarde, sus salidas se fueron prolongando inexplicablemente. Ya no era una dama que sacaba a pasear a su perra por razones de higiene; allá afuera, en las calles, en la ciudad, había algo poderoso que la arrastraba. Esperándola, mi padre miraba furtivo su reloj de bolsillo, y si el atraso era muy grande, tío Gustavo subia a la sala del segundo piso, como si hubiera olvidado algo allí, para mirar por el balcón. Pero permanecían mudos. Una vez que el paseo de tía Matilde se prolongó demasiado, mi padre caminó una y otra vez por el sendero que serpenteaba entre los macizos de hortensias, abiertas como ojos azules vigilando la noche. Tío Gustavo tiró un habano que no logró encender a su gusto, y luego otro, aplastándolo con el taco de su zapato. Tío Armando volcó una taza de café. Yo los miraba esperando que por fin estallaran, que dijeran algo, que llenaran con angustia expresada esos minutos que se prolongaban y se prolongaban unos detrás de otros sin la presencia de tía Matilde. Eran las doce y media cuando llegó..
¿Para qué me esperaron en pie? preguntó sonriente.
Traía el sombrero en la mano, y su cabello, de ordinario tan cuidado, estaba revuelto. Observé que un ribete de barro manchaba sus zapatos perfectos.
¿Qué te pasó? preguntó tío Armando.
—Nada—fue su respuesta, y con ella clausuró para siempre todo posible derecho de sus hermanos para inmiscuirse en esas horas desconocidas, alegres o trágicas o anodinas, que ahora eran su vida. Digo que eran su vida porque durante esos instantes que permaneció con nosotros antes de subir a su cuarto, con la perra también embarrada junto a ella, percibí una animacion en sus ojos, una alegre inquietud parecida a la de los ojos del animal, como recién bañados en escenas nunca antes vistas, a las que nosotros carecíamos de acceso. Esas dos eran compañeras. La noche las protegía. Pertenecían a los rumores, a los pitazos de los barcos que atravesando muelles, calles oscuras o iluminadas, casas, fábricas y parques, llegaban a mis oídos. Sus paseos con la perra continuaron durante algún tiempo. Ahora nos despedíamos inmediatamente después de la comida, y cada uno se iba a encerrar en su cuarto, mi padre, tío Gustavo, tlo Armando y yo. Pero ninguno se dormía hasta oírla llegar, tarde, a veces terriblemente tarde, cuando la luz del alba ya clareaba la copa de nuestro olmo. Sólo después de oírla cerrar la puerta de su dormitorio cesaban los pasos con que mi padre medía su habitación, o se cerraba por fin la ventana del cuarto de uno de sus hermanos para excluir ese fragmento de noche que ya no era peligrosa.
Una vez la oí subir muy tarde, y como me pareció oírla cantar una melodía suavemente y con gran dulzura, entreabrí mi puerta y me asomé. Al verla pasar frente a mi cuarto, con la perra blanca envuelta en sus brazos, su rostro me pareció sorprendentemente joven y perfecto, aunque estuviera algo sucio, y vi que había un jirón en su falda. Esa mujer era capaz de todo; tenía la vida entera por delante. Me acosté aterrorizado pensando que era el fin.
Y no me equivoqué. Porque una noche, muy poco tiempo después, tía Matilde salió a pasear con la perra después de comida y no volvió más.
Esperamos en pie toda la noche, cada uno en su cuarto, y no regresó. Al día siguiente nadie dijo nada. Pero continuaron las esperas mudas, y todos rondábamos en silencio, sin parecer hacerlo, las ventanas de la casa, aguardándola. Desde ese primer día el temor hizo derrumbarse la dignidad armoniosa de los rostros de los tres hermanos, y envejecieron mucho en poco tiempo.
Su tía se fue de viaje me respondió la cocinera cuando por fin me atreví a preguntarle.
Pero yo sabía que no era verdad.
La vida en casa continuó tal como si tía Matilde viviera aún con nosotros. Es cierto que ellos solían reunirse en la biblioteca, y quizás encerrados allí hablaran, logrando sobrepasar el muro de temor que los aislaba, dando rienda suelta a sus temores y a sus dudas. Pero no estoy seguro. Varias veces vino un visitante que claramente no era de nuestro mundo, y se encerraron con él. Pero no creo que les haya traído noticias de las posibles pesquisas, quizás no fuera más que el jefe de un sindicato de estibadores que venía a reclamar indemnización por algún accidente. La puerta de la biblioteca era demasiado maciza, demasiado pesada, y jamás supe si tía Matilde, arrastrada por la perra blanca, se perdió en la ciudad, o en la muerte, o en una región más misteriosa que ambas.


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