martes, 17 de marzo de 2009

Mi Viejo-José Avila

MI VIEJO
De rostro severo. Facciones atractivas. Cabeza entrecana coronada por ese círculo luminoso de las personas buenas. Impecablemente vestido. Pantalón y saco de lino. Camisa blanca, corbata negra. Camina despacio, como si quisiera frotar suavemente el piso con sus pies.
Tan distante de aquel día cuando a mis cinco años, trepados en una montaña a la hora del ocaso, me dijo que el sol al hundirse en el mar hacía hervir el agua y se apagaba. Puedo jurar que escuchamos el trepidar de las aguas y un sonido como fritando chicharrón en una paila.

Los recuerdos de mi lejana infancia están relacionados con la escuela. Especialmente mi profesor de primaria. No es común que coincidan padre e hijo, como profesor y alumno. Al observar los males del siglo XXI, añoro la filosofía de mi padre. Sus saberes pedagógicos condensados en el bolsillo derecho de su saco de lino.

Un viernes nos pidió para el lunes, traer flores blancas a la memoria de alguna parte de nosotros que ese día moriría. Llegado el momento, cada uno elaboró una lista mental de todos los “no se puede “que pudiéramos reunir. Sacó una bolsa de papel y en ella depositamos imaginariamente nuestro listado. Con gran ceremonia celebró el entierro de aquellos imposibles que como él decía: “nos impedía superar los obstáculos haciéndonos perder la alegría de vivir”.
Forjo nuestros espíritus y nos hizo hombres de bien. Pero los tiempos cambian y las ideas se nublan.

Hoy vivimos juntos. Compartimos cuarto, soledades y tristezas.

A la hora en que el sol despierta, se torna nostálgico y me cuenta sus historias. Me habla de sus juveniles amores. Me relata la historia de los abuelos. La vida de antaño en el campo. Las veces en que siendo un niño tenía por tarea traer desde una pequeña colina, el agua cristalina de un manantial.

En contraste con ésos tiernos y joviales momentos, dos horas más tarde, sus achaques seniles me sacan de casilla. Contrae los labios, lanza sus ojos al aire y con esa voz hechizada que no parece de este mundo me dice: “Las molestias que te causo no son ni la quinta parte de las que tú me causaste”.
Hice mucho por ti. Te pido no me dejes solo. Háblame de alegrías y de tristezas, que de eso sé mucho. No llores ni te pongas triste si te hablo de éstos temas.
Espero me ayudes a terminar mi camino.
Cuando hubo terminado, rompí a llorar como un niño, me desmadejé en sus brazos y le pedí perdón, prometí no volver a ser tan injusto, juré acompañarlo en su senil soledad.
Recuerdo la última vez que lo vi, para esos tiempos tenía Yo doce años, desde entonces su vida se fue apagando. Algún día se despidió de la escuela y no regresó jamás. Forjó varias generaciones. Partió con su sabiduría a otras dimensiones. Todos lloramos su partida. Junto a su cuerpo fue enterrado, el misterio filosófico del bolsillo derecho de su saco de lino, “Una delgada correa de cuero de cincuenta centímetros de largo”.

Mi padre partió hace mucho. Hablaba con su foto colgada en la pared de mi cuarto. Gracias a este cuadro, su rostro no se esfuma de mi memoria con el correr de los tiempos. Algunas veces, siento que me introduzco en el cuadro y no soy el que observa, entonces se rompe la quietud silenciosa de la foto y escucho nuestra conversación.

De vez en cuando, con las mañanas frescas y los vientos tristes, se levanta romántico y enamora a su vecina, la del cuadro que está a su lado, una bella mujer de facciones nórdicas. Pelo rubio, en vestido de baño y portando en sus manos una caña de pescar y un pez.
La diferencia es que mi madre sigue viva y él un buen recuerdo en la pared de mi cuarto.
SEUDÓNIMO: AJO

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