miércoles, 26 de enero de 2011


LA PATA DE MONO. Por W.W. Jacobs

El relato que sigue a continuación fue incluido por Jorge Luis Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo en su famosa Antología de la literatura fantástica. Jacobs (1863-1943), humorista inglés, (autor de Many Cargoes (1896); The Skipper's Wooing (1911); Sea Whispers (1926) ), fraguó esta historia donde la superstición pierde su carácter supuestamente grotesco o risible para convertirse en una fuerza real y poderosa.

LA PATA DE MONO

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa, los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez; el primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.
-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.
-Mate -contestó el hijo.
-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, éste es el peor. El camino es un pantano. No sé qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
-El sargento-mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.
-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.
-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.
-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.
-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero, llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular - dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.
-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.
-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?
-No sé -contestó el otro-. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
-Mejor que se queme - dijo con solemnidad el sargento.
-Si usted no la quiere, Morris, démela.
-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche las culpas de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
-¿Cómo se hace?
-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
-Parece de las Mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.
-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
-Una bagatela - contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.
-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? - dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.
-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.
-Habrá sido tu imaginación, querido - dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza - dijo Herbert.
-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias - dijo el padre.
-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta - dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas - dijo al sentarse.
- Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.
-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
-Lo siento... -empezó el otro.
-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.
- Gracias a Dios - dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
-Lo agarraron las máquinas - dijo en voz baja el visitante.
- Lo agarraron las máquinas - repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
- Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
- La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
-Doscientas libras -fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.
-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
-La quiero. ¿No la has destruido?
-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
-Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
-¿Pensaste en qué? -preguntó.
-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.
-¿No fue bastante?
-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
- Dios mío, estás loca.
- Búscala pronto y pide - le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
- Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
- Fue una coincidencia.
- Búscala y desea - gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
- Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
- ¡Tráemelo! - gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta- . ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
-¡Pídelo! -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso - balbuceó.
-Pídelo - repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
- ¿Qué es eso? - gritó la mujer.
-Un ratón - dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
- ¡Es Herbert! ¡Es Herbert! - La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
-¿Qué vas a hacer? - le dijo ahogadamente.
- ¡Es mi hijo; es Herbert! - gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
- Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? - gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
- La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
- Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera; y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo. (*)
(*) Fuente: W.W. Jacobs, "la pata de mono", en Antología de la literatura fantástica, por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, y Silvina Ocampo, Buenos Aires, ed. Sudamericana, pp. 209-220.


Este cuento de Cortázar dedicado a Borges es uno de los cuentos más difíciles de entender de los que me he encontrado en este largo trasegar destripando cuentos-está basado en una técnica literaria de colocar el punto de vista en un personaje-trate de descubrir sobre qué personaje esta focalizada la acción-

Reunión con un círculo rojo

                                                                                     A Borges*
A mí me parece, Jacobo, que esa noche usted debía tener mucho frío, y que la lluvia empecinada de Wiesbaden se fue sumando para decidirlo a entrar en el Zagreb. Quizá el apetito fue la razón dominante, usted había trabajado todo el día y ya era tiempo de cenar en algún lugar tranquilo y callado; si al Zagreb le faltaban otras cualidades, reunía en todo caso esas dos y usted, pienso que encogiéndose de hombros como si se tomara un poco el pelo, decidió cenar ahí. En todo caso las mesas sobraban en la penumbra del salón vagamente balcánico, y fue una buena cosa poder colgar el impermeable empapado en el viejo perchero y buscar ese rincón donde la vela verde de la mesa removía blandamente las sombras y dejaba entrever antiguos cubiertos y una copa muy alta donde la luz se refugiaba como un pájaro.
Primero fue esa sensación de siempre en un restaurante vacío, algo entre molestia y alivio; por su aspecto no debía ser malo, pero la ausencia de clientes a esa hora daba que pensar. En una ciudad extranjera esas meditaciones no duran mucho, qué sabe uno de costumbres y horarios, lo que cuenta es el calor, el menú donde se proponen sorpresas o reencuentros, la diminuta mujer de grandes ojos y pelo negro que llegó como desde la nada, dibujándose de golpe junto al mantel blanco, una leve sonrisa fija a la espera. Pensó que acaso ya era demasiado tarde dentro de la rutina de la ciudad pero casi no tuvo tiempo de alzar una mirada de interrogación turística; una mano pequeña y pálida depositaba una servilleta y ponía en orden el salero fuera de ritmo. Como era lógico usted eligió pinchitos de carne con cebolla y pimientos rojos, y un vino espeso y fragante que nada tenía de occidental; como a mí en otros tiempos, le gustaba escapar a las comidas del hotel donde el temor a lo demasiado típico o exótico se resuelve en insipidez, e incluso pidió el pan negro que acaso no convenía a los pinchitos pero que la mujer le trajo inmediatamente. Sólo entonces, fumando un primer cigarrillo, miró con algún detalle el enclave transilvánico que lo protegía de la lluvia y de una ciudad alemana no excesivamente interesante. El silencio, las ausencias y la vaga luz de las bujías eran ya casi sus amigos, en todo caso lo distanciaban del resto y lo dejaban hermosamente solo con su cigarrillo y su cansancio.
La mano que vertía el vino en la alta copa estaba cubierta de pelos, y a usted le llevó un sobresaltado segundo romper la absurda cadena lógica y comprender que la mujer pálida ya no estaba a su lado y que en su lugar un camarero atezado y silencioso lo invitaba a probar el vino con un gesto en el que sólo parecía haber una espera automática. Es raro que alguien encuentre malo el vino, y el camarero terminó de llenar la copa como si la interrupción no fuera más que una mínima parte de la ceremonia. Casi al mismo tiempo otro camarero curiosamente parecido al primero (pero los trajes típicos, las patillas negras, los uniformaban) puso en la mesa la bandeja humeante y retiró con un rápido gesto la carne de los pinchitos. Las escasas palabras necesarias habían sido cambiadas en el mal alemán previsible en el comensal y en quienes lo servían; nuevamente lo rodeaba la calma en la penumbra de la sala y del cansancio, pero ahora se oía con más fuerza el golpear de la lluvia en la calle. También eso cesó casi enseguida y usted, volviéndose apenas, comprendió que la puerta de entrada se había abierto para dejar paso a otro comensal, una mujer que debía ser miope no solamente por el grosor de los anteojos sino por la seguridad insensata con que avanzó entre las mesas hasta sentarse en el rincón opuesto de la sala, apenas iluminado por una o dos velas que temblaron a su paso y mezclaron su figura incierta con los muebles y las paredes y el espeso cortinado rojo del fondo, allí donde el restaurante parecía adosarse al resto de una casa imprevisible.
Mientras comía, le divirtió vagamente que la turista inglesa (no se podía ser otra cosa con ese impermeable y un asomo de blusa entre solferino y tomate) se concentrara con toda su miopía en un menú que debía escapársele totalmente, y que la mujer de los grandes ojos negros se quedara en el tercer ángulo de la sala, donde había un mostrador con espejos y guirnaldas de flores secas, esperando que la turista terminara de no entender para acercarse. Los camareros se habían situado detrás del mostrador, a los lados de la mujer, y esperaban también con los brazos cruzados, tan parecidos entre ellos que el reflejo de sus espaldas en el azogue envejecido tenía algo de falso, como una cuadruplicación difícil o engañosa. Todos ellos miraban a la turista inglesa que no parecía darse cuenta del paso del tiempo y seguía con la cara pegada al menú. Hubo todavía una espera mientras usted sacaba otro cigarrillo, y la mujer terminó por acercarse a su mesa y preguntarle si deseaba alguna sopa, tal vez queso de oveja a la griega, avanzaba en las preguntas a cada cortés negativa, los quesos eran muy buenos, pero entonces tal vez algunos dulces regionales. Usted solamente quería un café a la turca porque el plato había sido abundante y empezaba a tener sueño. La mujer pareció indecisa, como dándole la oportunidad de que cambiara de opinión y se decidiera a pedir la bandeja de quesos, y cuando no lo hizo repitió mecánicamente café a la turca y usted dijo que sí, café a la turca, y la mujer tuvo como una respiración corta y rápida, alzó la mano hacia los camareros y siguió a la mesa de la turista inglesa.
El café tardó en llegar, contrariamente al rápido principio de la cena, y usted tuvo tiempo de fumar otro cigarrillo y terminar lentamente la botella de vino, mientras se divertía viendo a la turista inglesa pasear una mirada de gruesos vidrios por toda la sala, sin detenerse especialmente en nada. Había en ella algo de torpe o de tímido, le llevó un buen rato de vagos movimientos hasta que se decidió a quitarse el impermeable brillante de lluvia y colgarlo en el perchero más próximo; desde luego que al volver a sentarse debió mojarse el trasero, pero eso no parecía preocuparla mientras terminaba su incierta observación de la sala y se quedaba muy quieta mirando el mantel. Los camareros habían vuelto a ocupar sus puestos detrás del mostrador, y la mujer aguardaba junto a la ventanilla de la cocina; los tres miraban a la turista inglesa, la miraban como esperando algo, que llamara para completar un pedido o acaso cambiarlo o irse, la miraban de una manera que a usted le pareció demasiado intensa, en todo caso injustificada. De usted habían dejado de ocuparse, los dos camareros estaban otra vez cruzados de brazos, y la mujer tenía la cabeza un poco gacha y el largo pelo lacio le tapaba los ojos, pero acaso era la que miraba más fijamente a la turista y a usted eso le pareció desagradable y descortés aunque el pobre topo miope no pudiera enterarse de nada ahora que revolvía en su bolso y sacaba algo que no se podía ver en la penumbra pero que se identificó con el ruido que hizo el topo al sonarse. Uno de los camareros le llevó el plato (parecía gulasch) y volvió inmediatamente a su puesto de centinela; la doble manía de cruzarse de brazos apenas terminaban su trabajo hubiera sido divertida pero de alguna manera no lo era, ni tampoco que la mujer se pusiera en el ángulo más alejado del mostrador y desde ahí siguiera con una atención concentrada la operación de beber el café que usted llevaba a cabo con toda la lentitud que exigía su buena calidad y su perfume. Bruscamente el centro de atención parecía haber cambiado, porque también los dos camareros lo miraban beber el café, y antes de que lo terminara la mujer se acercó a preguntarle si quería otro, y usted aceptó casi perplejo porque en todo eso, que no era nada, había algo que se le escapaba y que hubiera querido entender mejor. La turista inglesa, por ejemplo, por qué de golpe los camareros parecían tener tanta prisa en que la turista terminara de comer y se fuera, y para eso le quitaban el plato con el último bocado y le ponían el menú abierto contra la cara y uno de ellos se iba con el plato vacío mientras el otro esperaba como urgiéndola a que se decidiera.
Usted, como pasa tantas veces, no hubiera podido precisar el momento en que creyó entender; también en el ajedrez y en el amor hay esos instantes en que la niebla se triza y es entonces que se cumplen las jugadas o los actos que un segundo antes hubieran sido inconcebibles. Sin siquiera una idea articulable olió el peligro, se dijo que por más atrasada que estuviera la turista inglesa en su cena era necesario quedarse ahí fumando y bebiendo hasta que el topo indefenso se decidiera a enfundarse en su burbuja de plástico y se largara otra vez a la calle. Como siempre le habían gustado el deporte y el absurdo, encontró divertido tomar así algo que a la altura del estómago estaba lejos de serlo; hizo un gesto de llamada y pidió otro café y una copa de barack, que era lo aconsejable en el enclave. Le quedaban tres cigarrillos y pensó que alcanzarían hasta que la turista inglesa se decidiera por algún postre balcánico; desde luego no tomaría café, era algo que se le veía en los anteojos y la blusa; tampoco pediría té porque hay cosas que no se hacen fuera de la patria. Con un poco de suerte pagaría la cuenta y se iría en unos quince minutos más.
Le sirvieron el café pero no el barack, la mujer extrajo los ojos de la mata de pelo para adoptar la expresión que convenía al retardo; estaban buscando una nueva botella en la bodega, el señor tendría la bondad de esperar unos pocos minutos. La voz articulaba claramente las palabras aunque estuvieran mal pronunciadas, pero usted advirtió que la mujer se mantenía atenta a la otra mesa donde uno de los camareros presentaba la cuenta con un gesto de autómata, alargando el brazo y quedándose inmóvil dentro de una perfecta descortesía respetuosa. Como si finalmente comprendiera, la turista se había puesto a revolver en su bolso, todo era torpeza en ella, probablemente encontraba un peine o un espejo en vez del dinero que finalmente debió asomar a la superficie porque el camarero se apartó bruscamente de la mesa en el momento en que la mujer llegaba a la suya con la copa de barack. Usted tampoco supo muy bien por qué le pidió simultáneamente la cuenta, ahora que estaba seguro de que la turista se iría antes y que bien podía dedicarse a saborear el barack y fumar el último cigarrillo. Tal vez la idea de quedarse nuevamente solo en la sala, eso que había sido tan agradable al llegar y ahora era diferente, cosas como la doble imagen de los camareros detrás del mostrador y la mujer que parecía vacilar ante el pedido, como si fuera una insolencia apresurarse de ese modo, y luego le daba la espalda y volvía al mostrador hasta cerrar una vez más el trío y la espera. Después de todo debía ser deprimente trabajar en un restaurante tan vacío, tan como lejos de la luz y el aire puro; esa gente empezaba a agostarse, su palidez y sus gestos mecánicos eran la única respuesta posible a la repetición de tantas noches interminables. Y la turista manoteaba en torno a su impermeable, volvía hasta la mesa como si creyera haberse olvidado de algo, miraba debajo de la silla, y entonces usted se levantó lentamente, incapaz de quedarse un segundo más, y se encontró a mitad de camino con uno de los camareros que le tendió la bandejita de plata en la que usted puso un billete sin mirar la cuenta. El golpe de viento coincidió con el gesto del camarero buscando el vuelto en los bolsillos del chaleco rojo, pero usted sabía que la turista acababa de abrir la puerta y no esperó más, alzó la mano en una despedida que abarcaba al mozo y a los que seguían mirándolo desde el mostrador, y calculando exactamente la distancia recogió al pasar su impermeable y salió a la calle donde ya no llovía. Sólo ahí respiró de verdad, como si hasta entonces y sin darse cuenta hubiera estado conteniendo la respiración; sólo ahí tuvo verdaderamente miedo y alivio al mismo tiempo.
La turista estaba a pocos pasos, marchando lentamente en la dirección de su hotel, y usted la siguió con el vago recelo de que bruscamente se acordara de haber olvidado alguna otra cosa y se le ocurriera volver al restaurante. No se trataba ya de comprender nada, todo era un simple bloque, una evidencia sin razones: la había salvado y tenía que asegurarse de que no volvería, de que el torpe topo metido en su húmeda burbuja llegaría con una total inconsciencia feliz al abrigo de su hotel, a un cuarto donde nadie la miraría como la habían estado mirando.
Cuando dobló en la esquina, y aunque ya no había razones para apresurarse, se preguntó si no sería mejor seguirla de cerca para estar seguro de que no iba a dar la vuelta a la manzana con su errática torpeza de miope; se apuró a llegar a la esquina y vio la callejuela mal iluminada y vacía. Las dos largas tapias de piedra sólo mostraban un portón a la distancia, donde la turista no había podido llegar; sólo un sapo exaltado por la lluvia cruzaba a saltos de una acera a otra.
Por un momento fue la cólera, cómo podía esa estúpida... Después se apoyó en una de las tapias y esperó, pero era casi como si se esperara a sí mismo, a algo que tenía que abrirse y funcionar en lo más hondo para que todo eso alcanzara un sentido. El sapo había encontrado un agujero al pie de la tapia y esperaba también, quizá algún insecto que anidaba en el agujero o un pasaje para entrar en un jardín. Nunca supo cuánto tiempo se había quedado ahí ni por qué volvió a la calle del restaurante. Las vitrinas estaban a oscuras pero la estrecha puerta seguía entornada; casi no le extrañó que la mujer estuviera ahí como esperándolo sin sorpresa.
—Pensamos que volvería —dijo—. Ya ve que no había por qué irse tan pronto.
Abrió un poco más la puerta y se hizo a un lado; ahora hubiera sido tan fácil darle la espalda e irse sin siquiera contestar, pero la calle con las tapias y el sapo era como un desmentido a todo lo que había imaginado, a todo lo que había creído una obligación inexplicable. De alguna manera le daba lo mismo entrar que irse, aunque sintiera la crispación que lo echaba hacia atrás; entró antes de alcanzar a decidirlo en ese nivel donde nada había sido decidido esa noche, y oyó el frote de la puerta y del cerrojo a sus espaldas. Los dos camareros estaban muy cerca, y sólo quedaban unas pocas bujías alumbradas en la sala.
—Venga —dijo la voz de la mujer desde algún rincón— todo está preparado.
Su propia voz le sonó como distante, algo que viniera desde el otro lado del espejo del mostrador.
—No comprendo —alcanzó a decir—, ella estaba ahí y de pronto...
Uno de los camareros rió, apenas un comienzo de risa seca.
—Oh, ella es así —dijo la mujer, acercándose de frente—. Hizo lo que pudo por evitarlo, siempre lo intenta, la pobre. Pero no tienen fuerza, solamente pueden hacer algunas cosas y siempre las hacen mal, es tan distinto de cómo la gente los imagina.
Sintió a los dos camareros a su lado, el roce de sus chalecos contra el impermeable.
—Casi nos da lástima —dijo la mujer—, ya van dos veces que viene y tiene que irse porque nada le sale bien. Nunca le salió bien nada, no hay más que verla.
—Pero ella...
Jenny —dijo la mujer—. Es lo único que pudimos saber de ella cuando la conocimos, alcanzó a decir que se llamaba Jenny, a menos que estuviera llamando a otra, después no fueron más que los gritos, es absurdo que griten tanto.
Usted los miró sin hablar, sabiendo que hasta mirarlos era inútil, y yo le tuve tanta lástima, Jacobo, cómo podía yo saber que usted iba a pensar lo que pensó de mí y que iba a tratar de protegerme, yo que estaba ahí para eso, para conseguir que lo dejaran irse. Había demasiada distancia, demasiadas imposibilidades entre usted y yo; habíamos jugado el mismo juego pero usted estaba todavía vivo y no había manera de hacerle comprender. A partir de ahora iba a ser diferente si usted lo quería, a partir de ahora seríamos dos para venir en las noches de lluvia, tal vez así saliera mejor, o por lo menos sería eso, seríamos dos en las noches de lluvia.


Este cuento de Cortázar relata dos historias que se suceden con una distancia de miles de años, a través de la narración va intercalando los sucesos, mezclándolos sutilmente sin previo aviso pero el lector advierte sin contratiempos para la lectura del texto esos cambios. Al final Cortázar une los dos tiempos en uno solo a través del fuego de un incendio.

DE TODOS LOS FUEGOS EL FUEGO

Así será algún día su estatua, piensa irónicamente el procónsul mientras alza el brazo, lo fija en el gesto del saludo, se deja petrificar por la ovación de un público que dos horas de circo y de calor no han fatigado. Es el momento de la sorpresa prometida; el procónsul baja el brazo, mira a su mujer que le devuelve la sonrisa inexpresiva de las fiestas. Irene no sabe lo que va a seguir y a la vez es como si lo supiera, hasta lo inesperado acaba en costumbre cuando se ha aprendido a soportar, con la indiferencia que detesta el procónsul, los caprichos del amo. Sin volverse siquiera hacia la arena prevé una suerte ya echada, una sucesión cruel y monótona. Licas el viñatero y su mujer Urania son los primeros en gritar un nombre que la muchedumbre recoge y repite. “Te reservaba esta sorpresa”, dice el procónsul. “Me han asegurado que aprecias el estilo de ese gladiador.” Centinela de su sonrisa, Irene inclina la cabeza para agradecer. “Puesto que nos haces el honor de acompañarnos aunque te hastían los juegos”, agrega el procónsul, “es justo que procure ofrecerte lo que más te agrada”. “¡Eres la sal del mundo!”, grita Licas. “¡Haces bajar la sombra misma de Marte a nuestra pobre arena de provincia!” “No has visto más que la mitad”, dice el procónsul, mojándose los labios en una copa de vino y ofreciéndola a su mujer. Irene bebe un largo sorbo, que parece llevarse con su leve perfume el olor espeso y persistente de la sangre y el estiércol.
En un brusco silencio de expectativa que lo recorta con una precisión implacable, Marco avanza hacia el centro de la arena; su corta espada brilla al sol, allí donde el viejo velario deja pasar un rayo oblicuo, y el escudo de bronce cuelga negligente de la mano izquierda.
“¿No irás a enfrentarlo con el vencedor de Smirnio?”, pregunta excitadamente Licas. “Mejor que eso”, dice el procónsul. “Quisiera que tu provincia me recuerde por estos juegos, y que mi mujer deje por una vez de aburrirse.” Urania y Licas aplauden esperando la respuesta de Irene, pero ella devuelve en silencio la copa al esclavo, ajena al clamoreo que saluda la llegada del segundo gladiador. Inmóvil, Marco parece también indiferente a la ovación que recibe su adversario; con la punta de la espada toca ligeramente sus grebas doradas.
“Hola”, dice Roland Renoir, eligiendo un cigarrillo como una continuación ineludible del gesto de descolgar el receptor. En la línea hay una crepitación de comunicaciones mezcladas, alguien que dicta cifras, de golpe un silencio todavía más oscuro en esa
oscuridad que el teléfono vuelca en el ojo del oído. “Hola”, repite Roland, apoyando el cigarrillo en el borde del cenicero y buscando los fósforos en el bolsillo de la bata. “Soy yo”, dice la voz de Jeanne. Roland entorna los ojos, fatigado, y se estira en una posición más cómoda. “Soy yo”, repite inútilmente Jeanne. Como Roland no contesta, agrega: “Sonia acaba de irse”.
Su obligación es mirar el palco imperial, hacer el saludo de siempre. Sabe que debe hacerlo y que verá a la mujer del procónsul y al procónsul, y que quizá la mujer le sonreirá como en los últimos juegos. No necesita pensar, no sabe casi pensar, pero el instinto le dice que esa arena es mala, el enorme ojo de bronce donde los rastrillos y las hojas de palma han dibujado sus curvos senderos ensombrecidos por algún rastro de las luchas precedentes. Esa noche ha soñado con un pez, ha soñado en un camino solitario entre columnas rotas; mientras se armaba, alguien ha murmurado que el procónsul no le pagará con monedas de oro. Marco no se ha molestado en preguntar, y el otro se ha echado a reír malvadamente antes de alejarse sin darle la espalda; un tercero, después, le ha dicho que es un hermano del gladiador muerto por él en Massilia, pero ya lo empujaban hacia la galería, hacia los clamores de fuera. El calor es insoportable, le pesa el yelmo que devuelve los rayos del sol contra el velario y las gradas. Una vez, columnas rotas; sueños sin un sentido claro, con pozos de olvido en los momentos en que hubiera podido entender. Y el que lo armaba ha dicho que el procónsul no le pagará con monedas de oro; quizá la mujer del procónsul no le sonría esta tarde. Los clamores le dejan indiferente porque ahora están aplaudiendo al otro,
lo aplauden menos que a él un momento antes, pero entre los aplausos se filtran gritos de asombro, y Marco levanta la cabeza, mira hacia el palco donde Irene se ha vuelto para hablar con Urania, donde el procónsul negligentemente hace una seña, y todo su cuerpo se contrae y su mano se aprieta en el puño de la espada. Le ha bastado volver los ojos hacia la galería opuesta; no es por allí que asoma su rival, se han alzado crujiendo las rejas del oscuro pasaje por donde se hace salir a las fieras, y Marco ve dibujarse la gigantesca silueta del reciario nubio, hasta entonces visible contra el fondo de piedra mohosa; ahora sí, más acá de toda razón, sabe que el procónsul no le pagará con monedas de oro, adivina el sentido del pez y las columnas rotas. Y a la vez poco le importa lo que va a suceder entre el reciario y él, eso es el oficio y los hados, pero su cuerpo sigue contraído como si tuviera miedo, algo en su carne se pregunta por qué el reciario ha salido por la galería de las fieras, y también se lo pregunta entre ovaciones el público, y Licas lo pregunta al procónsul que sonríe para apoyar sin palabras la sorpresa, y Licas protesta riendo y se cree obligado a apostar a favor de Marco; antes de oír las palabras que seguirán, Irene sabe que el procónsul doblará la apuesta a favor del nubio, y que después la mirará amablemente y ordenará que le sirvan vino helado. Y ella beberá el vino y comentará con Urania la estatura y la ferocidad del reciario nubio; cada movimiento está previsto aunque se lo ignore en sí mismo, aunque puedan faltar la copa de vino o el gesto de la boca de Urania mientras admira el torso del gigante.
Entonces Licas, experto en incontables fastos de circo, les hará notar que el yelmo del nubio ha rozado las púas de la reja de las fieras, alzadas a dos metros del suelo, y alabará la soltura con que ordena sobre el brazo izquierdo las escamas de la red. Como siempre, como desde una ya lejana noche nupcial, Irene se repliega al límite más hondo de sí misma mientras por fuera condesciende y sonríe y hasta goza; en esa profundidad libre y estéril siente el signo de muerte que el procónsul ha disimulado en una alegre sorpresa pública, el signo que sólo ella y quizá Marco pueden comprender, pero Marco no comprenderá, torvo y silencioso y máquina, y su cuerpo que ella ha deseado en otra tarde de circo (y eso lo ha adivinado el procónsul, sin necesidad de sus magos lo ha adivinado como siempre, desde el primer instante) va a pagar el precio de la mera imaginación, de una doble mirada inútil sobre el cadáver de un tracio diestramente muerto de un tajo en la garganta.
Antes de marcar el número de Roland, la mano de Jeanne ha andado por las páginas de una revista de modas, un tubo de pastillas calmantes, el lomo del gato ovillado en el sofá. Después la voz de Roland ha dicho: “Hola”, su voz un poco adormilada, y bruscamente Jeanne ha tenido una sensación de ridículo, de que va a decirle a Roland eso que exactamente la incorporará a la galería de las plañideras telefónicas con el único, irónico espectador fumando en un silencio condescendiente. “Soy yo”, dice Jeanne, pero se lo ha dicho más a ella misma que a ese silencio opuesto en el que bailan, como en un telón de fondo, algunas chispas de sonido. Mira su mano que ha acariciado distraídamente al gato antes de marcar las cifras (¿y no se oyen otras cifras en el teléfono, no hay una voz distante que dicta números a alguien que no habla, que sólo está allí para copiar obediente?), negándose a creer que la mano que ha alzado y vuelto a dejar el tubo de pastillas es su mano, que la voz que acaba de repetir: “Soy yo”, es su voz, al borde del límite. Por dignidad, callar, lentamente devolver el receptor a su horquilla, quedarse limpiamente sola. “Sonia acaba de irse”, dice Jeanne, y el límite está franqueado, el ridículo empieza, el pequeño infierno confortable.
“Ah”, dice Roland, frotando un fósforo. Jeanne oye distintamente el frote, es como si viera el rostro de Roland mientras aspira el humo, echándose un poco atrás con los ojos entornados. Un río de escamas brillantes parece saltar de las manos del gigante negro y Marco tiene el tiempo preciso para hurtar el cuerpo a la red. Otras veces –el procónsul lo sabe, y vuelve la cabeza para que solamente Irene lo vea sonreír– ha aprovechado de ese mínimo instante que es el punto débil de todo reciario para bloquear con el escudo la amenaza del largo tridente y tirarse a fondo, con un movimiento fulgurante, hacia el pecho descubierto. Pero Marco se mantiene fuera de distancia, encorvadas las piernas como a punto de saltar, mientras el nubio recoge velozmente la red y prepara el nuevo ataque. “Está perdido”, piensa Irene sin mirar al procónsul que elige unos dulces de la bandeja que le ofrece Urania. “No es el que era”, piensa Licas lamentando su apuesta. Marco se ha encorvado un poco, siguiendo el movimiento giratorio del nubio; es el único que aún no sabe lo que todos presienten, es apenas algo que agazapado espera otra ocasión, con el vago desconcierto de no haber hecho lo que la ciencia le mandaba. Necesitaría más tiempo, las horas tabernarias que siguen a los triunfos, para entender quizá la razón de que el procónsul no vaya a pagarle con monedas de oro. Hosco, espera otro momento propicio; acaso al final, con un pie sobre el cadáver del reciario, pueda encontrar otra vez la sonrisa de la mujer del procónsul; pero eso no lo está pensando él, y quien lo piensa no cree ya que el pie de Marco se hinque en el pecho de un nubio degollado.
“Decídete”, dice Roland, “a menos que quieras tenerme toda la tarde escuchando a ese tipo que le dicta números a no sé quién. ¿Lo oyes?”. “Sí”, dice Jeanne, “se lo oye como desde muy lejos. Trescientos cincuenta y cuatro, doscientos cuarenta y dos”. Por un momento no hay más que la voz distante y monótona. “En todo caso”, dice Roland, “está utilizando el teléfono para algo práctico”. La respuesta podría ser la previsible, la primera queja, pero Jeanne calla todavía unos segundos y repite: “Sonia acaba de irse”. Vacila antes de agregar: “Probablemente estará llegando a tu casa”. A Roland le sorprendería eso, Sonia no tenía por qué ir a su casa. “No mientas”, dice Jeanne, y el gato huye de su mano, la mira ofendido.


“No era una mentira”, dice Roland. “Me refería a la hora, no al hecho de venir o no venir. Sonia sabe que me molestan las visitas y las llamadas a esta hora.” Ochocientos cinco, dicta desde lejos la voz. Cuatrocientos dieciséis. Treinta y dos. Jeanne ha cerrado los ojos, esperando la primera pausa en esa voz anónima para decir lo único que queda por decir. Si Roland corta la comunicación le restará todavía esa voz en el fondo de la línea, podrá conservar el receptor en el oído, resbalando más y más en el sofá, acariciando al gato que ha vuelto a tenderse contra ella, jugando con el tubo de pastillas, escuchando las cifras hasta que también la otra voz se canse y ya no quede nada, absolutamente nada como no sea el receptor que empezará a pesar espantosamente entre sus dedos, una cosa muerta que habrá que rechazar sin mirarla. Ciento cuarenta y cinco, dice la voz. Y todavía más lejos, como un diminuto dibujo a lápiz, alguien que podría ser una mujer tímida pregunta entre dos chasquidos: “¿La estación del Norte?”.
Por segunda vez alcanza a zafarse de la red, pero ha medido mal el salto hacia atrás y resbala en una mancha húmeda de la arena. Con un esfuerzo que levanta en vilo al público, Marco rechaza la red con un molinete de la espada mientras tiende el brazo izquierdo y recibe en el escudo el golpe resonante del tridente. El procónsul desdeña los excitados comentarios de Licas y vuelve la cabeza hacia Irene que no se ha movido. “Ahora o nunca”, dice el procónsul. “Nunca”, contesta Irene. “No es el que era”, repite Licas, “y le va a costar caro, el nubio no le dará otra oportunidad, basta mirarlo”. A distancia, casi inmóvil, Marco parece haberse dado cuenta del error; con el escudo en alto mira fijamente la red ya recogida, el tridente que oscila hipnóticamente a dos metros de sus ojos. “Tienes razón, no es el mismo”, dice el procónsul. “¿Habías apostado por él, Irene?” Agazapado, pronto a saltar, Marco siente en la piel, en lo hondo del estómago, que la muchedumbre lo abandona. Si tuviera un momento de calma podría romper el nudo que lo paraliza, la cadena invisible que empieza muy atrás pero sin que él pueda saber dónde, y que en algún momento es la solicitud del procónsul, la promesa de una paga extraordinaria y también un sueño donde hay un pez y sentirse ahora, cuando ya no hay tiempo para nada, la imagen misma del sueño frente a la red que baila ante los ojos y parece atrapar cada rayo de sol que se filtra por las desgarraduras delvelario. Todo es cadena, trampa; enderezándose con una violencia amenazante que el público aplaude mientras el reciario retrocede un paso por primera vez, Marco elige el único camino, la confusión y el sudor y el olor a sangre, la muerte frente a él que hay que aplastar; alguien lo piensa por él detrás de la máscara sonriente, alguien que lo ha deseado por sobre el cuerpo de un tracio agonizante. “El veneno”, se dice Irene, “alguna vez encontraré el veneno, pero ahora acéptale la copa de vino, sé la más fuerte, espera tu hora”. La pausa parece prolongarse como se prolonga la insidiosa galería negra donde vuelve intermitente la voz lejana que repite cifras. Jeanne ha creído siempre que los mensajes que verdaderamente cuentan están en algún momento más acá de toda palabra; quizá esas cifras digan más, sean más que cualquier discurso para el que las está escuchando atentamente, como para ella el perfume de Sonia, el roce de la palma de su mano en el hombro antes de marcharse han sido tanto más que las palabras de Sonia. Pero era natural que Sonia no se conformara con un mensaje cifrado, que quisiera decirlo con todas las letras, saboreándolo hasta lo último. “Comprendo que para ti será muy duro”, ha repetido Sonia, “pero detesto el disimulo y prefiero decirte la verdad”. Quinientos cuarenta y seis, seiscientos sesenta y dos, doscientos ochenta y nueve. “No me importa si va a tu casa o no”, dice Jeanne, “ahora ya no me importa nada”. En vez de otra cifra hay un largo silencio.
“¿Estás ahí?”, pregunta Jeanne. “Sí”, dice Roland dejando la colilla en el cenicero y buscando sin apuro el frasco de coñac. “Lo que no puedo entender...”, empieza Jeanne. “Por favor”, dice Roland, “en estos casos nadie entiende gran cosa, querida, y además no se gana nada con entender. Lamento que Sonia se haya precipitado, no era a ella a quien le tocaba decírtelo. Maldita sea, ¿no va a terminar nunca con esos números?”. La voz menuda, que hace pensar en un organizado mundo de hormigas, continúa su dictado minucioso por debajo de un silencio más cercano y más espeso. “Pero tú”, dice absurdamente Jeanne, “entonces, tú...”. Roland bebe un trago de coñac. Siempre le ha gustado escoger sus palabras, evitar los diálogos superfluos. Jeanne repetirá dos, tres veces cada frase, acentuándolas de una manera diferente; que hable, que repita mientras él prepara el mínimo de respuestas sensatas que pongan orden en ese arrebato lamentable. Respirando con fuerza se endereza después de una finta y un avance lateral; algo le dice que esta vez el nubio va a cambiar el orden del ataque, que el tridente se adelantará al tiro de la red. “Fíjate bien”, explica Licas a su mujer, “se lo he visto hacer en Apta Iulia, siempre los desconcierta”. Mal defendido, desafiando el riesgo de entrar en el campo de la red, Marco se tira hacia adelante y sólo entonces alza el escudo para protegerse del río brillante que escapa como un rayo de la mano del nubio. Ataja el borde de la red pero el tridente golpea hacia abajo y la sangre salta del muslo de Marco, mientras la espada demasiado corta resuena inútilmente contra el asta. “Te lo había dicho”, grita Licas. El procónsul mira atentamente el muslo lacerado, la sangre que se pierde en la greba dorada; piensa casi con lástima que a Irene le hubiera gustado acariciar ese muslo, buscar su presión y su calor, gimiendo como sabe gemir cuando él la estrecha para hacerle daño. Se lo dirá esa misma noche y será interesante estudiar el rostro de Irene buscando el punto débil de su máscara perfecta, que fingirá indiferencia hasta el final como ahora finge un interés civil en la lucha que hace aullar de entusiasmo a una plebe bruscamente excitada por la inminencia del fin. “La suerte lo ha abandonado”, dice el procónsul a Irene. “Casi me siento culpable de haberlo traído a esta arena de provincia; algo de él se ha quedado en Roma, bien se ve.” “Y el resto se quedará aquí, con el dinero que le aposté”, ríe Licas. “Por favor, no te pongas así”, dice Roland, “es absurdo seguir hablando por teléfono cuando podemos vernos esta misma noche. Te lo repito, Sonia se ha precipitado, yo quería evitarte ese golpe”. La hormiga ha cesado de dictar sus números y las palabras de Jeanne se escuchan distintamente; no hay lágrimas en su voz y eso sorprende a Roland, que ha preparado sus frases previendo una avalancha de reproches. “¿Evitarme el golpe?”, dice Jeanne. “Mintiendo, claro, engañándome una vez más.” Roland suspira, desecha las respuestas que podrían alargar hasta el bostezo un diálogo tedioso. “Lo siento, pero si sigues así prefiero cortar”, dice, y por primera vez hay un tono de afabilidad en su voz. “Mejor será que vaya a verte mañana, al fin y al cabo somos gente civilizada, qué diablos.” Desde muy lejos la hormiga dicta: ochocientos ochenta y ocho. “No vengas”, dice Jeanne, y es divertido oír las palabras mezclándose con las cifras, no ochocientos vengas ochenta y ocho, “no vengas nunca más, Roland”. El drama, las probables amenazas de suicidio, el aburrimiento como cuando Marie José, como cuando todas las que lo toman a lo trágico. “No seas tonta”, aconseja Roland, “mañana comprenderás mejor, es preferible para los dos”. Jeanne calla, la hormiga dicta cifras redondas: cien, cuatrocientos, mil. “Bueno, hasta mañana”, dice Roland admirando el vestido de calle de Sonia, que acaba de abrir la puerta y se ha detenido con un aire entre interrogativo y burlón. “No perdió tiempo en llamarte”, dice Sonia dejando el bolso y una revista. “Hasta mañana, Jeanne”, repite Roland. El silencio en la línea parece tenderse como un arco, hasta que lo corta secamente una cifra distante, novecientos cuatro.
“¡Basta de dictar esos números idiotas!”, grita Roland con todas sus fuerzas, y antes de alejar el receptor del oído alcanza a escuchar el click en el otro extremo, el arco que suelta su flecha inofensiva. Paralizado, sabiéndose incapaz de evitar la red que no tardará en envolverlo, Marco hace frente al gigante nubio, la espada demasiado corta inmóvil en el extremo del brazo tendido. El nubio afloja la red una, dos veces, la recoge buscando la posición más favorable, la hace girar todavía como si quisiera prolongar loa alaridos del público que lo incita a acabar con su rival, y baja el tridente mientras se echa de lado para dar más impulso al tiro. Marco va al encuentro de la red con el escudo en alto, y es una torre que se desmorona contra una masa negra, la espada se hunde en algo que más arriba aúlla; la arena le entra en la boca y en los ojos, la red cae inútilmente sobre el pez que se ahoga. Acepta indiferente las caricias, incapaz de sentir que la mano de Jeanne tiembla un poco y empieza a enfriarse. Cuando los dedos resbalan por su piel y se detienen hincándose en una crispación instantánea, el gato se queja petulante; después se tumba de espaldas y mueve las patas en la actitud de expectativa que hace reír siempre a Jeanne, pero ahora no, su mano sigue inmóvil junto al gato y apenas si un dedo busca todavía el calor de su piel, la recorre brevemente antes de detenerse otra vez entre el flanco tibio y el tubo de pastillas que ha rodado hasta ahí. Alcanzado en pleno estómago el nubio aúlla, echándose hacia atrás, y en ese último instante en que el dolor es como una llama de odio, toda la fuerza que huye de su cuerpo se agolpa en el brazo para hundir el tridente en la espalda de su rival boca abajo. Cae sobre el cuerpo de Marco, y las convulsiones lo hacen rodar de lado; Marco mueve lentamente un brazo, clavado en la arena como un enorme insecto brillante.
“No es frecuente”, dice el procónsul volviéndose hacia Irene, “que dos gladiadores de ese mérito se maten mutuamente. Podemos felicitarnos de haber visto un raro espectáculo. Esta noche se lo escribiré a mi hermano para consolarlo de su tedioso matrimonio”. Irene ve moverse el brazo de Marco, un lento movimiento inútil como si quisiera arrancarse el tridente hundido en los riñones. Imagina al procónsul desnudo en la arena, con el mismo tridente clavado hasta el asta. Pero el procónsul no movería el brazo con esa dignidad última; chillaría pataleando como una liebre, pediría perdón a un público indignado. Aceptando la mano que le tiende su marido para ayudarla a levantarse, asiente una vez más; el brazo ha dejado de moverse, lo único que queda por hacer es sonreír, refugiarse en la inteligencia. Al gato no parece gustarle la inmovilidad de Jeanne, sigue tumbado de espaldas esperando una caricia; después, como si le molestara ese dedo contra la piel del flanco, maúlla destempladamente y da media vuelta para alejarse, ya olvidado y soñoliento.
“Perdóname por venir a esta hora”, dice Sonia. “Vi tu auto en la puerta, era demasiada tentación. Te llamó, ¿verdad?” Roland busca un cigarrillo. “Hiciste mal”, dice. “Se supone que esa tarea les toca a los hombres, al fin y al cabo he estado más de dos años con Jeanne y es una buena muchacha.” “Ah, pero el placer”, dice Sonia sirviéndose coñac. “Nunca le he podido perdonar que fuera tan inocente, no hay nada que me exaspere más. Si te digo que empezó por reírse, convencida de que le estaba haciendo una broma.” Roland mira el teléfono, piensa en la hormiga. Ahora Jeanne llamará otra vez, y será incómodo porque Sonia se ha sentado junto a él y le acaricia el pelo mientras hojea una revista literaria como si buscara ilustraciones. “Hiciste mal”, repite Roland atrayendo a Sonia. “¿En venir a esta hora?”, ríe Sonia cediendo a las manos que buscan torpemente el primer cierre. El velo morado cubre los hombros de Irene que da la espalda al público, a la espera de que el procónsul salude por última vez. En las ovaciones se mezcla ya un rumor de multitud en movimiento, la carrera precipitada de los que buscan adelantarse a la salida y ganar las galerías inferiores. Irene sabe que los esclavos estarán arrastrando los cadáveres, y no se vuelve; le agrada pensar que el procónsul ha aceptado la invitación de Licas a cenar en su villa a orillas del lago, donde el aire de la noche la ayudará a olvidar el olor a la plebe, los últimos gritos, un brazo moviéndose lentamente como si acariciara la tierra. No le es difícil olvidar, aunque el procónsul la hostigue con la minuciosa evocación de tanto pasado que lo inquieta; un día Irene encontrará la manera de que también él olvide para siempre, y que la gente lo crea simplemente muerto. “Verás lo que ha inventado nuestro cocinero”, está diciendo la mujer de Licas. “Le ha devuelto el apetito a mi marido, y de noche...” Licas ríe y saluda a sus amigos, esperando que el procónsul abra la marcha hacia la galería después de un último saludo que se hace esperar como si lo complaciera seguir mirando la arena donde enganchan y arrastran los cadáveres. “Soy tan feliz”, dice Sonia apoyando la mejilla en el pecho de Roland adormilado. “No lo digas”, murmura Roland, “uno siempre piensa que es una amabilidad”. “¿No me crees?”, ríe Sonia. “Sí, pero no lo digas ahora. Fumemos.” Tantea en la mesa baja hasta encontrar cigarrillos, pone uno en los labios de Sonia, acerca el suyo, los enciende al mismo tiempo. Se miran apenas, soñolientos, y Roland agita el fósforo y lo posa en la mesa donde en alguna parte hay un cenicero. Sonia es la primera en adormecerse
y él le quita muy despacio el cigarrillo de la boca, lo junta con el suyo y los abandona en la mesa, resbalando contra Sonia en un sueño pesado y sin imágenes. El pañuelo de gasa arde sin llama al borde del cenicero, chamuscándose lentamente, cae sobre la alfombra junto al montón de ropas y una copa de coñac. Parte del público vocifera y se amontona en las gradas inferiores; el procónsul ha saludado una vez más y hace una seña a su guardia para que le abran paso. Licas, el primero en comprender, le muestra el lienzo más distante del viejo velario que empieza a desgarrarse mientras una lluvia de chispas cae sobre el público que busca confusamente las salidas. Gritando una orden, el procónsul empuja a Irene siempre de espaldas e inmóvil. “Pronto, antes de que se amontonen en la galería baja”, grita Licas precipitándose delante de su mujer. Irene es la primera que huele el aceite hirviendo, el incendio de los depósitos subterráneos; atrás, el velario cae sobre las espaldas de los que pugnan por abrirse paso en una masa de cuerpos confundidos que obstruyen las galerías demasiado estrechas. Los hay que saltan a la arena por centenares, buscando otras salidas, pero el humo del aceite borra las imágenes, un jirón de tela flota en el extremo de las llamas y cae sobre el procónsul antes de que pueda guarecerse en el pasaje que lleva a la galería imperial. Irene se vuelve al oír su grito, le arranca la tela chamuscada tomándola con dos dedos, delicadamente. “No podremos salir”, dice, “están amontonados ahí abajo como animales”. Entonces Sonia grita, queriendo desatarse del abrazo ardiente que la envuelve desde el sueño, y su primer alarido se confunde con el de Roland que inútilmente quiere enderezarse, ahogado por el humo negro. Todavía gritan, cada vez más débilmente, cuando el carro de bomberos entra a toda máquina por la calle atestada de curiosos. “Es en el décimo piso”, dice el teniente. “Va a ser duro, hay viento del norte. Vamos.”

Usted se tendió a tu lado-Cortazar-

¿Cuándo lo había visto desnudo por última vez?
–Casi no era una pregunta, usted estaba saliendo de la cabina, ajustándose el sostén del bikini mientras buscaba la silueta de su hijo que la esperaba al borde del mar, y entonces eso en plena distracción, la pregunta pero una pregunta sin verdadera voluntad de respuesta, más bien una carencia bruscamente asumida: el cuerpo infantil de Roberto en la ducha, un masaje en la rodilla lastimada, imágenes que no habían vuelto desde vaya a saber cuándo, en todo caso meses y meses desde la última vez que lo había visto desnudo; más de un año, el tiempo para que Roberto luchara contra el rubor cada vez que al hablar le salía un gallo, el final de la confianza, del refugio fácil entre sus brazos cuando algo dolía o apenaba; otro cumpleaños, los quince, ya siete meses atrás, y entonces la llave en la puerta del baño, las buenas noches con el piyama puesto a solas en el dormitorio, apenas si cediendo de tanto en tanto a una costumbre de salto al pescuezo, de violento cariño y besos húmedos, mamá, mamá querida, Denise querida, mamá o Denise según el humor y la hora, vos el cachorro, vos Roberto el cachorrito de Denise, tendido en la playa mirando las algas que dibujaban el límite de la marea, levantando un poco la cabeza para mirarla a usted que venía desde las cabinas, apretando el cigarrillo entre los labios como una afirmación mientras la mirabas.
Usted se tendió a tu lado y vos te enderezaste para buscar el paquete de cigarrillos y el encendedor.
–No, gracias, todavía no –dijo usted sacando los anteojos de sol del bolso que le habías cuidado mientras Denise se cambiaba.
–¿Querés que te vaya a buscar un whisky? –le preguntaste.
–Mejor después de nadar. ¿Vamos ya?
–Sí, claro –dijiste.
–Te da igual, ¿verdad? A vos todo te da igual en estos días, Roberto.
–No seas pajarona, Denise.
–No es un reproche, comprendo que estés distraído.
–Ufa –dijiste, desviando la cara.
–¿Por qué no vino a la playa?
–¿Quién, Lilian? Qué sé yo, anoche no se sentía bien, me lo dijo.
–Tampoco veo a los padres –dijo usted barriendo el horizonte con una lenta mirada un poco miope–. Habrá que averiguar en el hotel si hay alguien enfermo.
–Yo voy después –dijiste hosco, cortando el tema.
Usted se levantó y la seguiste a unos pasos, esperaste que se tirara al agua para entrar lentamente, nadar lejos de ella que levantó los brazos y te hizo un saludo, entonces soltaste el estilo de mariposa y cuando fingiste chocar contra ella usted lo abrazó riendo, manoteándolo, siempre el mismo mocoso bruto, hasta en el mar me pisás los pies. Jugando, escabulléndose, terminaron por nadar con lentas brazadas mar afuera; en la playa empequeñecida la silueta repentina de Lilian era una pulguita roja un poco perdida.
–Que se embrome –dijiste antes de que usted alzara un brazo llamándola–, si llega tarde peor para ella, nosotros seguimos aquí, el agua está rebuena.
–Anoche la llevaste a caminar hasta el farallón y volviste tarde. ¿No se enojó Úrsula con Lilian?
–Por qué se va a enojar? No era tan tarde, che, Lilian no es una nena.
–Para vos, no para Úrsula que todavía la ve con un babero, y no hablemos de José Luis porque ese no se convencerá nunca de que la nenita tiene sus reglas en la fecha justa.
–Oh, vos con tus groserías –dijiste halagado y confuso–. Te corro hasta el espigón, Denise, te doy cinco metros.
–Quedémonos aquí, ya le correrás a Lilian que seguro te gana. ¿Te acostaste con ella anoche?
–¿Qué? ¿Pero vos...?
–Tragaste agua, tontolín –dijo usted agarrándolo por la barbilla y jugando a echarlo de espaldas–. Hubiera sido lógico, ¿no? Te la llevaste de noche por la playa, volvieron tarde, ahora Lilian aparece a última hora, cuidado, burro, otra vez me diste en un tobillo, ni mar afuera se está seguro con vos.
Volcándose en una plancha que usted imitó sin apuro, te quedaste callado, como esperando, pero usted esperaba también y el sol les ardía en los ojos.
–Yo quise, mamá –dijiste–, pero ella no, ella.
–¿Quisiste de veras, o solamente de palabra?
–Ella me parece que también quería, estábamos cerca del farallón y ahí era fácil porque yo conozco una gruta que... Pero después no quiso, se asustó... ¿Qué vas a hacer?
Usted pensó que quince años y medio eran muy pocos años, le atrapó la cabeza y lo besó en el pelo, mientras vos protestabas riendo y ahora sí, ahora realmente esperabas que Denise te siguiera hablando de eso, que increíblemente fuera ella la que te estaba hablando de eso.
–Si te pareció que Lilian quería, lo que no hicieron anoche lo harán hoy o mañana. Ustedes dos son un par de chiquilines y no se quieren de veras, pero eso no tiene nada que ver, por supuesto.
–Yo la quiero, mamá, y ella también, estoy seguro.
–Un par de chiquilines –repitió usted– y precisamente por eso te estoy hablando, porque si te acostás con Lilian esta noche o mañana es seguro que van a hacer las cosas como chambones que son.
La miraste entre dos olas blanditas, usted casi se le rió en la cara porque era evidente que Roberto no entendía, que ahora estabas como escandalizado, casi temiendo que Denise pretendiera explicarte el abecé, madre mía, nada menos que eso.
–Quiero decir que ni vos ni ella van a tener el menor cuidado, bobeta, y que el resultado de este final de veraneo es que en una de esas Úrsula y José Luis se van a encontrar con la nena embarazada. ¿Entendés ahora?
No dijiste nada pero claro que entendiste, lo habías estado entendiendo desde los primeros besos con Lilian, te habías hecho la pregunta y después habías pensado en la farmacia y punto, de eso no pasabas.
–A lo mejor me equivoco, pero por la cara de Lilian se me hace que no sabe nada de nada, salvo en teoría que viene a ser lo mismo. Me alegro por vos, si querés, pero ya que sos un poco más grande tendrías que ocuparte de eso.

Te vio meter la cara en el agua, frotártela fuerte, quedarte mirándola como quien acata con bronca. Nadando despacio de espaldas, usted esperó que te acercaras de nuevo para hablarte de eso mismo que vos habías estado pensando todo el tiempo como si estuvieras en el mostrador de la farmacia.
–No es lo ideal, ya sé, pero si ella no lo hizo nunca me parece difícil hablarle de la píldora, sin contar que aquí...
–Yo también había pensado en eso –dijiste con tu voz más gruesa.
–¿Y entonces qué estás esperando? Los compras y los tenés en el bolsillo, y sobre todo no perdés del todo la cabeza y los usás.
Vos te sumergiste de golpe, la empujaste de abajo hasta hacerla gritar y reír, la envolviste en un colchón de espuma y de manotazos de donde las palabras te salían a jirones, rotas por estornudos y golpes de agua, no te animabas, nunca habías comprado eso y no te animabas, no ibas a saber hacerlo, en la farmacia estaba la vieja Delcasse, no había vendedores hombres, vos te das cuenta, Denise, cómo le voy a pedir eso, no voy a poder, me da calor.
A los siete años habías llegado una tarde de la escuela con un aire avergonzado, y usted que nunca lo apuraba en esos casos había esperado hasta que a la hora de dormir te enroscaste en sus brazos, la anaconda mortal como le llamaban al juego de abrazarse antes del sueño, y había bastado una simple pregunta para saber que en uno de los recreos te había empezado a picar la entrepierna y el culito, que te habías rascado hasta sacarte sangre y que tenías miedo y vergüenza porque pensabas que a lo mejor era sarna, que te habías contagiado con los caballos de don Melchor. Y usted, besándolo entre las lágrimas de miedo y confusión que te llenaban la cara, lo había tendido boca abajo, le había separado las piernas y después de mirarlo mucho había visto las picaduras de chinche o de pulga, gajes de la escuela, pero si no es sarna, pavote solamente te has rascado hasta hacerte sangre. Todo tan sencillo, alcohol y pomada con esos dedos que acariciaban y calmaban, sentirte del otro lado de la confesión, feliz y confiado, claro que no es nada, tonto, dormite y mañana por la mañana vamos a mirar de nuevo. Tiempos en que las cosas eran así, imágenes volviendo desde un pasado tan próximo, entre dos olas y dos risas y la brusca distancia decidida por el cambio de la voz, la nuez de Adán, el bozo, los ridículos ángeles expulsores del paraíso. Era para burlarse y usted sonrió debajo del agua, tapada por una ola como una sábana, era para burlarse porque en el fondo no había ninguna diferencia entre la vergüenza de confesar una picazón sospechosa y la de no sentirse lo bastante crecido como para hacerle frente a la vieja Delcasse. Cuando de nuevo te acercaste sin mirarla, nadando como un perrito alrededor de su cuerpo flotando boca arriba, usted ya sabía lo que estabas esperando entre ansioso y humillado, como antes cuando tenías que entregarte a sus ojos y a sus manos que te harían las cosas necesarias y era vergonzoso y dulce, era Denise sacándote una vez más de un dolor de barriga o de un calambre en la pantorrilla.
–Si es así iré yo misma –dijo usted–. Parece mentira que puedas ser tan tilingo, mijito.
–¿Vos? ¿Vos vas a ir?
–Claro, yo, la mamá del nene. No la vas a mandar a Lilian, supongo.
–Denise, carajo...
–Tengo frío –dijo usted casi duramente–, ahora sí te acepto el whisky y antes te corro hasta el espigón. Sin ventaja, lo mismo te voy a ganar.
Era como levantar despacio un papel carbónico y ver debajo la copia exacta del día precedente, el almuerzo con los padres de Lilian y el señor Guzzi experto en caracoles, la siesta larga y caliente, el té con vos que no te hacías ver demasiado pero a esa hora era el ritual, las tostadas en la terraza, la noche poco a poco, a usted le daba casi lástima verte tan con la cola entre las piernas, pero tampoco quería quebrar el ritual, ese encuentro vespertino en cualquier lugar donde estuvieran, el té antes de irse a sus cosas. Era obvio y patético que no supieras defenderte, pobre Roberto, que estuvieras perrito pasando la manteca y la miel, buscándote la cola perrito torbellino tragando tostadas entre frases también tragadas a medias, de nuevo té, de nuevo cigarrillo.
Raqueta de tenis, mejillas tomate, bronce por todos lados, Lilian buscándote para ir a ver esa película antes de la cena. Usted se alegró cuando se fueron, vos estabas realmente perdido y no encontrabas tu rincón, había que dejarte salir a flote del lado de Lilian, lanzados a ese para usted casi incomprensible intercambio de monosílabos, risotadas y empujones de la nueva ola que ninguna gramática pondría en claro y que era la vida misma riéndose una vez más de la gramática. Usted se sentía bien así sola, pero de golpe algo como tristeza, ese silencio civilizado, esa película que solamente ellos iban a ver. Se puso unos pantalones y una blusa que siempre le hacía bien ponerse, y bajó por el malecón parándose en las tiendas y en el kiosco, comprando una revista y cigarrillos. La farmacia del pueblo tenía un anuncio de neón que recordaba a una pagoda tartamuda, y debajo de esa increíble cofia verde y roja el saloncito con olor a yerbas medicinales, la vieja Delcasse y la empleada jovencita, la que de verdad te daba miedo aunque solamente hubieras hablado de la vieja Delcasse. Había dos clientes arrugados y charlatanes que necesitaban aspirinas y pastillas para el estómago, que pagaban sin irse del todo, mirando las vitrinas y haciendo durar un minuto un poco menos aburrido que los otros en sus casas. Usted les dio la espalda sabiendo que el local era tan chico que nadie perdería palabra, y después de coincidir con la vieja Delcasse en que el tiempo era una maravilla, le pidió un frasco de alcohol como quien concede un último plazo a los dos clientes que ya no tenían nada que hacer ahí, y, cuando llegó el frasco y los viejos seguían contemplando las vitrinas con alimentos para niños, usted bajó lo más posible la voz,
necesito algo para mi hijo que él no se anima a comprar, sí, exactamente, no sé si vienen en cajas pero en todo caso déme unos cuantos, ya después él se arreglará por su cuenta. Cómico, ¿verdad?
Ahora que lo había dicho, usted misma podía contestar que sí, que era cómico y casi soltar la risa en la cara de la vieja Delcasse, su voz de loro seco explicando desde el diploma amarillo entre las vitrinas, vienen en sobrecitos individuales y también en cajas de doce y veinticuatro. Uno de los clientes se había quedado mirando como si no creyera y el otro, una vieja metida en una miopía y una pollera hasta el suelo, retrocedía paso a paso diciendo buenas noches, buenas noches, y la dependiente más joven divertidísima, buenas noches señora de Pardo, la vieja Delcasse tragando por fin saliva y antes de darse vuelta murmurando en fin, es más violento para usted, por qué no me dijo de pasar a la trastienda, y usted imaginándote a vos en la misma situación y teniéndote lástima porque seguro no te habrías animado a pedirle a la vieja Delcasse que te llevara a la trastienda, un hombre y esas cosas. No, dijo o pensó (nunca lo supo bien y daba igual), no veo por qué tenía que hacer un secreto o un drama por una caja de preservativos, si se la hubiera pedido en la trastienda me hubiera traicionado, hubiera sido tu cómplice, acaso dentro de unas semanas hubiera tenido que repetirlo y eso no, Roberto, una vez está bien, ahora cada uno por su lado, realmente no volveré a verte nunca más desnudo, mijito, esta vez ha sido la última, sí, la caja de doce, señora.
–Usted los dejó completamente helados –dijo la empleada joven que se moría de la risa pensando en los clientes.
–Me di cuenta –dijo usted sacando dinero–, no son cosas de hacer, realmente.
Antes de vestirse para la cena puso el paquete sobre tu cama, y cuando volviste del cine corriendo porque se hacía tarde viste el bulto blanco contra la almohada y te pusiste de todos colores y lo abriste, entonces Denise, mamá, dejame entrar, mamá, encontré lo que vos. Escotada, muy joven en su traje blanco, te recibió mirándote desde el espejo, desde algo lejano y diferente.
–Sí, y ahora arreglate solo, nene, más no puedo hacer por ustedes.
Estaba convenido desde hacía mucho que no te llamaría nene, comprendiste que se cobraba, que te hacía devolver la plata. No supiste en qué pie pararte, fuiste hasta la ventana, después te acercaste a Denise, la sujetaste por los hombros, te pegaste a su espalda besándola en el cuello, muchas veces y húmedo y nene, mientras usted terminaba de arreglarse el pelo y buscaba el perfume. Cuando sintió el calor de la lágrima en la piel, giró en redondo y te empujó blandamente hacia atrás, riendo sin que se oyera su voz, una lenta risa de cine mudo.
–Se va a hacer tarde, bobo, ya sabés que a Úrsula no le gusta esperar en la mesa. ¿Era buena la película?
Rechazar la idea aunque cada vez más difícil en la duermevela, medianoche y un mosquito aliado al súcubo para no dejarla resbalar al sueño. Encendiendo el velador, bebió un largo trago de agua, volvió a tenderse de espaldas; el calor era insoportable pero en la gruta haría fresco, casi al borde del sueño usted la imaginaba con su arena blanca, ahora de veras súcubo inclinado sobre Lilian boca arriba con los ojos muy abiertos y húmedos mientras vos le besabas los senos y balbuceabas palabras sin sentido, pero naturalmente no habías sido capaz de hacer bien las cosas y cuando te dieras cuenta sería tarde, el súcubo hubiera querido intervenir sin molestarlos, simplemente ayudar a que no hicieran la bobada, una vez más la vieja costumbre, conocer tan bien tu cuerpo boca abajo que buscaba acceso entre quejas y besos, volver a mirarte de cerca los muslos y la espalda, repetir las fórmulas frente a los porrazos o la gripe, aflojá el cuerpo, no te va a hacer daño, un chico grande no llora por una inyección de nada, vamos. Y otra vez el velador, el agua, seguir leyendo la revista estúpida, ya se dormiría más tarde, después que vos volvieras en puntas de pie y usted te oyera en el baño, el elástico crujiendo apenas, el murmullo de alguien que habla en sueños o que habla buscando dormirse.
El agua estaba más fría pero a usted le gustó su chicotazo amargo, nadó hasta el espigón sin detenerse, desde allá vio a los que chapoteaban en la orilla, a vos que fumabas al sol sin muchas ganas de tirarte. Descanso en la planchada, y ya de vuelta se cruzó con Lilian que nadaba despacio, concentrada en el estilo, y que le dijo el “hola” que parecía su máxima concesión a los grandes. Vos en cambio te levantaste de un salto y envolviste a Denise en la toalla, le hiciste un lugar del buen lado del viento.
–No te va a gustar, está helada.
–Me lo imaginé, tenés piel de gallina. Esperá, este encendedor no anda, tengo otro aquí. ¿Te traigo un nescafé calentito?
Boca abajo, las abejas del sol empezando a zumbar sobre la piel, el guante sedoso de la arena, una especie de interregno. Vos trajiste el café y le preguntaste si siempre volvían el domingo o si prefería quedarse más. No, para qué, ya empezaba a refrescar.
–Mejor –dijiste, mirando lejos–. Volvemos y se acabó, la playa está bien quince días, después te secás. –Esperaste, claro, pero no fue así, solamente su mano vino a acariciarte el pelo, apenas.
–Decime algo, Denise, no te quedés así, me...
–Sh, si alguien tiene algo que decir sos vos, no me conviertas en la madre araña.
–No, mamá, es que...
–No tenemos más nada que decirnos, sabes que lo hice por Lilian y no por vos. Ya que te sentís un hombre, aprendé a manejarte solo ahora. Si al nene le duele la garganta, ya sabe dónde están las pastillas.
La mano que te había acariciado el pelo resbaló por tu hombro y cayó en la arena. Usted había marcado duramente cada palabra pero la mano había sido la invariable mano de Denise, la paloma que ahuyentaba los dolores, dispensadora de cosquillas y caricias entre algodones y agua oxigenada. También eso tenía que cesar antes o después, lo supiste como un golpe sordo, el filo del límite tenía que caer en una noche o una mañana cualquiera. Vos habías hecho los primeros gestos de la distancia, encerrarte en el baño, cambiarte a solas, perderte largas horas en la calle, pero era usted quien haría caer el filo del límite en un momento que acaso era ahora, esa última caricia en tu espalda. Si al nene le dolía la garganta, ya sabía dónde estaban las pastillas.
–No te preocupes, Denise –dijiste oscuramente, la boca tapada a medias por la arena–, no te preocupes por Lilian. No quiso, sabés, al final no quiso. Es sonsa esa chica, qué querés.
Usted se enderezó, llenándose los ojos de arena con su brasca sacudida. Viste entre lágrimas que le temblaba la boca.
–Te he dicho que basta, ¿me oís? ¡Basta, basta!
Mamá...
Pero te volvió la espalda y se tapó la cara con el sombrero de paja. El íncubo, el insomnio, la vieja Delcasse, era para reírse. El filo del límite, ¿qué filo, qué límite? Uno de esos días la puerta del baño no estaría cerrada con llave, y a usted le tocaría decir que ya eras demasiado grande para andar desnudo por la casa. O al revés, vos te quedarías mirándola cuando saliera de la ducha, como tantos años se habían mirado y jugado mientras se secaban y se vestían. ¿Cuál era el límite, cuál era realmente el límite?
–Hola –dijo Lilian, sentándose entre los dos. ~
París, 1975
© Vuelta, 7, junio de 1977
REUNIÓN

Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en un
tronco de árbol, se dispone a acabar con dignidad su vida.

ERNESTO “CHE” GUEVARA, en La sierra y el llano, La Habana, 1961.

Nada podía andar peor, pero al menos ya no estábamos en la maldita lancha, entre vómitos y golpes de mar y pedazos de galleta mojada, entre ametralladoras y babas, hechos un asco, consolándonos cuando podíamos con el poco tabaco que se conservaba seco porque Luis (que no se llamaba Luis, pero habíamos jurado no acordarnos de nuestros nombres hasta que llegara el día) había tenido la buena idea de meterlo en una caja de lata que abríamos con más cuidado que si estuviera llena de escorpiones. Pero qué tabaco ni tragos de ron en esa condenada lancha, bamboleándose cinco días como una tortuga borracha, haciéndole frente a un norte que la cacheteaba sin lástima, y ola va y ola viene, los baldes despellejándonos las manos, yo con un asma del demonio y medio mundo enfermo, doblándose para vomitar como si fueran a partirse por la mitad. Hasta Luis, la segunda noche, una bilis verde que le sacó las ganas de reírse, entre eso y el norte que no nos dejaba ver el faro de Cabo Cruz, un desastre que nadie se había imaginado; y llamarle a eso un expedición de desembarco era como para seguir vomitando pero de pura tristeza. En fin, cualquier cosa con tal de dejar atrás la lancha, cualquier cosa aunque fuera lo que nos esperaba en tierra –pero sabíamos que nos estaba esperando y por eso no importaba tanto–, el tiempo que se compone justamente en el peor momento y zas la avioneta de reconocimiento, nada que hacerle, a vadear la ciénaga o lo que fuera con el agua hasta las costillas buscando el abrigo de los sucios pastizales, de los mangles, y yo como un idiota con mi pulverizador de adrenalina para poder seguir adelante, con Roberto que me llevaba el Springfield para ayudarme a vadear mejor la ciénaga (si era una ciénaga, porque a muchos ya se nos había ocurrido que a lo mejor habíamos errado el rumbo y que en vez de tierra firme habíamos hecho la estupidez de largarnos en algún cayo fangoso dentro del mar, a veinte millas de la isla...); y todo así, mal pensado y peor dicho, en una continua confusión de actos y nociones, una mezcla de alegría inexplicable y de rabia contra la maldita vida que nos estaban dando los aviones y lo que nos esperaba del lado de la carretera si llegábamos alguna vez, si estábamos en una ciénaga de la costa y no dando vueltas como alelados en un circo de barro y de total fracaso para diversión babuino en su Palacio.
Ya nadie se acuerda cuánto duró, el tiempo lo medíamos por los claros entre los pastizales, los tramos donde podían ametrallarnos en picada, el alarido que escuché a mi izquierda, lejos, y creo fue de Roque (a él le puedo dar su nombre, a su pobre esqueleto entre las lianas y los sapos), porque de los planes ya no quedaba más que la meta final, llegar a la Sierra y reunirnos con Luis si también él conseguía llegar; el resto se había hecho trizas con el norte, el desembarco improvisado, los pantanos. Pero seamos justos: algo se cumplía sincronizadamente, el ataque de los aviones enemigos. Había sido previsto y provocado: no falló. Y por eso, aunque todavía me doliera en la cara el aullido de Roque, mi maligna manera de entender el mundo me ayudaba a reírme por lo bajo (y me ahogaba todavía más, y Roberto me llevaba el Springfield para que yo pudiese inhalar adrenalina con la nariz casi al borde del agua, tragando más barro que otra cosa), porque si los aviones estaban ahí entonces no podía ser que hubiéramos equivocado la playa, a lo sumo nos habíamos desviado algunas millas, pero la carretera estaría detrás de los pastizales, y después el llano abierto y en el norte las primeras colinas. Tenía su gracia que el enemigo nos estuviera certificando desde el aire la bondad del desembarco.
Duró vaya a saber cuánto, y después fue de noche y éramos seis debajo de unos flacos árboles, por primera vez en terreno casi seco, mascando tabaco húmedo y unas pobres galletas. De Luis, de Pablo, de Lucas, ninguna noticia; desperdigados, probablemente muertos, en todo caso tan perdidos y mojados como nosotros. Pero me gustaba sentir cómo con el fin de esa jornada de batracio se me empezaban a ordenar las ideas, y cómo la muerte, más probable que nunca, no sería ya un balazo al azar en plena ciénaga, sino una operación dialéctica en seco, perfectamente orquestada por las partes en juego. El ejército debía controlar la carretera, cercando los pantanos a la espera de que apareciéramos de a dos o de a tres, liquidados por el barro y las alimañas y el hambre. Ahora todo se veía clarísimo, tenía otra vez los puntos cardinales en el bolsillo, me hacía reír sentirme tan vivo y tan despierto al borde del epílogo. Nada podía resultarme más gracioso que hacer rabiar a Roberto recitándole al oído unos versos del viejo Pancho que le parecían abominables. “Si por lo menos nos pudiéramos sacar el barro”, se quejaba el Teniente. “O fumar de verdad” (alguien, más a la izquierda, ya no sé quién, alguien que se perdió al alba). Organización de la agonía: centinelas, dormir por turnos, mascar tabaco, chupar galletas infladas como esponjas. Nadie mencionaba a Luis, el temor de que lo hubieran matado era el único
enemigo real, porque su confirmación nos anularía mucho más que el acoso, la falta de armas o las llagas en los pies. Sé que dormí un rato mientras Roberto velaba, pero antes estuve pensando que todo lo que habíamos hecho en esos días era demasiado insensato para admitir así de golpe la posibilidad de que hubieran matado a Luis. De alguna manera la insensatez tendría que continuar hasta el final, que quizá fuera la victoria, y en ese juego absurdo donde se había llegado hasta el escándalo de prevenir al enemigo que desembarcaríamos, no entraba la posibilidad de perder a Luis. Creo que también pensé que si triunfábamos, que si conseguíamos reunirnos otra vez con Luis, sólo entonces empezaría el juego en serio, el rescate de tanto romanticismo necesario y desenfrenado y peligroso. Antes de dormirme tuve como una visión: Luis junto a un árbol, rodeado por todos nosotros, se llevaba lentamente la mano a la cara y se la quitaba como si fuese una máscara. Con la cara en la mano se acercaba a su hermano Pablo, a mí, al Teniente, a Roque, pidiéndonos  con un gesto que la aceptáramos, que nos la pusiéramos. Pero todos se iban negando uno a uno, y yo también me negué, sonriendo hasta las lágrimas, y entonces Luis volvió a ponerse la cara y le vi un cansancio infinito mientras se encogía de hombros y sacaba un cigarro del bolsillo de la guayabera. Profesionalmente hablando, una alucinación de la duermevela y la
fiebre, fácilmente interpretable. Pero si realmente habían matado a Luis durante el desembarco, ¿quién subiría ahora a la Sierra con su cara? Todos trataríamos de subir pero nadie con la cara de Luis, nadie que pudiera o quisiera asumir la cara de Luis. “Los diádocos”, pensé ya entredormido, “pero todo se fue al diablo con los diádocos, es sabido”. Aunque esto que cuento pasó hace rato, quedan pedazos y momentos tan recortados en la memoria que sólo se pueden decir en presente, como estar tirado otra vez boca arriba en el pastizal, junto al árbol que nos protege del cielo abierto. Es la tercera noche, pero al amanecer de ese día franqueamos la carretera a pesar de los jeeps y la metralla. Ahora hay que esperar otro amanecer porque nos han matado al baqueano y seguimos perdidos, habrá que dar con algún paisano que nos lleve a donde se pueda comprar algo de comer, y cuando digo comprar casi me da risa y me ahogo de nuevo, pero en eso como en lo demás a nadie se le ocurriría desobedecer a Luis, y la comida hay que pagarla y explicarle antes a la gente quiénes somos y por qué andamos en lo que andamos. La cara de Roberto en la choza
abandonada de la loma, dejando cinco pesos debajo de un plato a cambio de la poca cosaque encontramos y que sabía a cielo, a comida en el “Ritz” si es que ahí se come bien. Tengo tanta fiebre que se me va pasando el asma, no hay mal que por bien no venga, pero pienso de nuevo en la cara de Roberto dejando los cinco pesos en la choza vacía, y me da un tal ataque de risa que vuelvo a ahogarme y me maldigo. Habría que dormir, Tinti monta la guardia, los muchachos descansan unos contra otros, yo me he ido un poco más lejos porque tengo la impresión de que los fastidio con la tos y los silbidos del pecho, y además hago una cosa que no debería hacer, y es que dos o tres veces en la noche fabrico una pantalla de hojas y meto la cara por debajo y enciendo despacito el cigarro para reconciliarme un poco con la vida. En el fondo lo único bueno del día ha sido no tener noticias de Luis, el resto es un desastre, de los ochenta nos han matado por lo menos a cincuenta o sesenta; Javier cayó entre los primeros, el Peruano perdió un ojo y agonizó tres horas sin que yo pudiera hacer nada, ni siquiera rematarlo cuando los otros no miraban. Todo el día temimos que algún enlace (hubo tres con un riesgo increíble, en las mismas narices del ejército) nos trajera la noticia de la muerte de Luis. Al final es mejor no saber nada, imaginarlo vivo, poder esperar todavía. Fríamente peso las posibilidades y concluyo que lo han matado, todos sabemos cómo es, de qué manera el gran condenado es capaz de salir al descubierto con una pistola en la mano, y el que venga atrás que arree. No, pero López lo habrá cuidado, no hay como él para engañarlo a veces, casi como a un chico, convencerlo de que tiene que hacer lo contrario de lo que le da la gana en ese momento. Pero y si López... Inútil quemarse la sangre, no hay elementos pan la menor hipótesis, y además es rara esta calma, este bienestar boca arriba como si todo estuviera bien así, como si todo se estuviera cumpliendo (casi pensé:
“consumando”, hubiera sido idiota) de conformidad con los planes. Será la fiebre o el cansancio, será que nos van a liquidar a todos como a sapos antes de que salga el sol. Pero ahora vale la pena aprovechar de este respiro absurdo, dejarse ir mirando el dibujo que hacen las ramas del árbol contra el cielo más claro, con algunas estrellas, siguiendo con ojos entornados ese dibujo casual de las ramas y las hojas, esos ritmos que se encuentran, se cabalgan y se separan, y a veces cambian suavemente cuando una bocanada de aire hirviendo pasa por encima de las copas, viniendo de las ciénagas. Pienso en mi hijo pero está lejos, a miles de kilómetros, en un país donde todavía se duerme en la cama, y su imagen me parece irreal, se me adelgaza y pierde entre las hojas del árbol, y en cambio me hace tanto bien recordar un tema de Mozart que me ha acompañado desde siempre, el movimiento inicial del cuarteto La caza, la evocación del halalí en la mansa voz de los violines, esa transposición de una ceremonia salvaje a un claro goce pensativo. Lo pienso, lo repito, lo canturreo en la memoria, y siento al mismo tiempo cómo la melodía y el dibujo de la copa del árbol contra el cielo se van acercando, traban amistad, se tantean una y otra vez hasta que el dibujo se ordena de pronto en la presencia visible de la melodía, un ritmo que sale de una
rama baja, casi a la altura de mi cabeza, remonta hasta cierta altura y se abre como un abanico de tallos, mientras el segundo violín es esa rama más delgada que se yuxtapone para confundir sus hojas en un punto situado a la derecha, hacia el final de la frase, y dejarla terminar para que el ojo descienda por el tronco y pueda si quiere, repetir la melodía. Y todo eso es también nuestra rebelión, es lo que estamos haciendo aunque Mozart y el árbol no puedan saberlo, también nosotros a nuestra manera hemos querido trasponer una torpe guerra a un orden que le dé sentido, la justifique y en último término la lleve a una victoria que sea como la restitución de una melodía después de tantos años de roncos cuernos de caza, que sea ese allegro final que sucede al adagio como un encuentro con la luz. Lo que se divertiría Luis si supiera que en este momento lo estoy comparando con Mozart, viéndolo ordenar poco a poco esta insensatez, alzarla hasta su razón primordial que aniquila con su evidencia y su desmesura todas las prudentes razones temporales. Pero qué amarga, qué desesperada tarea la de ser un músico de hombres, por encima del barro y la metralla y el desaliento urdir ese canto que creíamos imposible, el canto que trabará amistad con la copa de los árboles, con la tierra devuelta a sus hijos. Sí, es la fiebre. Y cómo se reiría Luis aunque también a él le guste Mozart, me consta.
Y así al final me quedaré dormido, pero antes alcanzaré a preguntarme si algún día sabremos pasar del movimiento donde todavía suena el halalí del cazador, a la conquistada plenitud del adagio y de ahí al allegro final que me canturreo con un hilo de voz, si seremos capaces de alcanzar la reconciliación con todo lo que haya quedado vivo frente a nosotros. Tendríamos que ser como Luis, no ya seguirlo, sino ser como él, dejar atrás inapelablemente el odio y la venganza, mirar al enemigo como lo mira Luis, con una implacable magnanimidad que tantas veces ha suscitado en mi memoria (pero esto, ¿cómo decírselo a nadie?) una imagen de pantocrátor, un juez que empieza por ser el acusado y el testigo y que no juzga, que simplemente separa las tierras de las aguas para que al fin, alguna vez, nazca una patria de hombres en un amanecer tembloroso, a orillas de un tiempo más limpio. Pero otra que adagio, si con la primera luz se nos vinieron encima por todas partes, y hubo que renunciar a seguir hacia el noreste y meterse en una zona mal conocida, gastando las últimas municiones mientras el Teniente con un compañero se hacía fuerte en una loma y desde ahí les paraba un rato las patas, dándonos tiempo a Roberto y a mí para llevarnos a Tinti herido en un muslo y buscar otra altura más protegida donde resistir hasta la noche. De noche ellos no atacaban nunca, aunque tuvieran bengalas y equipos eléctricos, les entraba como un pavor de sentirse menos protegidos por el número y el derroche de armas; pero
para la noche faltaba casi todo el día, y éramos apenas cinco contra esos muchachos tan valientes que nos hostigaban para quedar bien con el babuino, sin contar los aviones que a cada rato picaban en los claros del monte y estropeaban cantidad de palmas con sus ráfagas. A la media hora el Teniente cesó el fuego y pudo reunirse con nosotros, que apenas adelantábamos camino. Como nadie pensaba en abandonar a Tinti, porque conocíamos de sobra el destino de los prisioneros, pensamos que ahí, en esa ladera y en esos matorrales íbamos a quemar los últimos cartuchos. Fue divertido descubrir que los regulares atacaban en cambio una loma bastante más al este, engañados por un error de la aviación, y ahí nomás nos largamos cerro arriba por un sendero infernal, hasta llegar en dos horas a una loma casi pelada donde un compañero tuvo el ojo de descubrir una cueva tapada por las hierbas, y nos plantamos resollando después de calcular una posible retirada directamente hacia el norte, de peñasco en peñasco, peligrosa, pero hacia el norte, hacia la Sierra donde a lo mejor ya habría llegado Luis.
Mientras yo curaba a Tinti desmayado, el Teniente me dijo que poco antes del ataque de los regulares al amanecer había oído un fuego de armas automáticas y de pistolas hacia el poniente. Podía ser Pablo con sus muchachos, o a lo mejor el mismo Luis. Teníamos la razonable convicción de que los sobrevivientes estábamos divididos en tres grupos, y quizá el de Pablo no anduviera tan lejos. El Teniente me preguntó si no valdría la pena intentar un enlace al caer la noche.–Si vos me preguntás eso es porque te estás ofreciendo para ir –le dije. Habíamos acostado a Tinti en una cama de hierbas secas, en la parte más fresca de la cueva, y fumábamos descansando. Los otros dos compañeros montaban guardia afuera.
–Te figuras –dijo el Teniente, mirándome divertido–. A mí estos paseos me encantan, chico.
Así seguimos un rato, cambiando bromas con Tinti que empezaba a delirar, y cuando el Teniente estaba por irse entró Roberto con un serrano y un cuarto de chivito asado. No lo podíamos creer, comimos como quien se come a un fantasma, hasta que Tinti mordisqueó un pedazo que se le fue a las dos horas junto con la vida. El serrano nos traía la noticia de la muerte de Luis; no dejamos de comer por eso, pero era mucha sal para tan poca carne, él no lo había visto aunque su hijo mayor, que también se nos había pegado con una vieja escopeta de caza, formaba parte del grupo que había ayudado a Luis y a cinco compañeros a vadear un río bajo la metralla, y estaba seguro de que Luis había sido herido casi al salir del agua y antes de que pudiera ganar las primeras matas. Los serranos habían trepado al monte que conocían como nadie, y con ellos dos hombres del grupo de Luis, que llegarían por la noche con las armas sobrantes y un poco de parque.
El Teniente encendió otro cigarro y salió a organizar el campamento y a conocer mejor a los nuevos; yo me quedé al lado de Tinti que se derrumbaba lentamente, casi sin dolor. Es decir que Luis había muerto, que el chivito estaba para chuparse los dedos, que esa noche seríamos nueve o diez hombres y que tendríamos municiones para seguir peleando. Vaya novedades. Era como una especie de locura fría que por un lado reforzaba al presente con hombres y alimentos, pero todo eso para borrar de un manotazo el futuro, la razón de esa insensatez que acababa de culminar con una noticia y un gusto a chivito asado. En la oscuridad de la cueva, haciendo durar largo mi cigarro, sentí que en ese momento no podía permitirme el lujo de aceptar la muerte de Luis, que solamente podía manejarla como un dato más dentro del plan de campaña, porque si también Pablo había muerto el jefe era yo por voluntad de Luis, y eso lo sabían el Teniente y todos los compañeros, y no se podía hacer otra cosa que tomar el mando y llegar a la Sierra y seguir adelante como si no hubiera pasado nada. Creo que cerré los ojos, y el recuerdo de mi visión fue otra vez la visión misma, y por un segundo me pareció que Luis se separaba de su cara y me la tendía, y yo defendí mi cara con las dos manos diciendo: “No, no, por favor no, Luis”, y cuando abrí los ojos el Teniente estaba de vuelta mirando a Tinti que respiraba resollando, y le oí decir que
acababan de agregársenos dos muchachos del monte, una buena noticia tras otra, parque y boniatos fritos, un botiquín, los regulares perdidos en las colinas del este, un manantial estupendo a cincuenta metros. Pero no me miraba en los ojos, mascaba el cigarro y parecía esperar que yo dijera algo, que fuera yo el primero en volver a mencionar a Luis.
Después hay como un hueco confuso, la sangre se fue de Tinti y él de nosotros, los serranos se ofrecieron para enterrarlo, yo me quedé en la cueva descansando aunque olía a vómito y a sudor frío, y curiosamente me dio por pensar en mi mejor amigo de otros tiempos, de antes de esa cesura en mi vida que me había arrancado a mi país para lanzarme a miles de kilómetros, a Luis, al desembarco en la isla, a esa cueva. Calculando la diferencia de hora imaginé que en ese momento, miércoles, estaría llegando a su consultorio, colgando el sombrero en la percha, echando una ojeada al correo. No era una alucinación, me bastaba pensar en esos años en que habíamos vivido tan cerca uno de otro en la ciudad, compartiendo la política, las mujeres y los libros, encontrándonos diariamente en el hospital; cada uno de sus gestos me era tan familiar, y esos gestos no eran solamente los suyos sino que abarcaban todo mi mundo de entonces, a mí mismo, a mi mujer, a mi padre, abarcaban mi periódico con sus editoriales inflados, mi café a mediodía con los médicos de guardia, mis lecturas y mis películas y mis ideales. Me pregunté qué estaría pensando mi amigo de todo esto, de Luis o de mí, y fue como si viera dibujarse la respuesta en su cara (pero entonces era la fiebre, habría que tomar quinina), una cara pagada de sí misma, empastada por la buena vida y las buenas ediciones y la eficacia del bisturí acreditado. Ni siquiera hacía falta que abriera la boca para decirme yo pienso que tu revolución no es más que... No era en absoluto necesario, tenía que ser así, esas gentes no podían aceptar una mutación que ponía en descubierto las verdaderas razones de su misericordia fácil y a horario, de su caridad reglamentada y a escote, de su bonhomía entre iguales, de su antirracismo de salón pero cómo la nena se va a casar con ese mulato, che, de su catolicismo con dividendo anual y efemérides en las plazas embanderadas, de su literatura de tapioca, de su folklorismo en ejemplares numerados y mate con virola de plata, de sus reuniones de cancilleres genuflexos, de su estúpida agonía inevitable a corto o largo plazo (quinina, quinina, y de nuevo el asma). Pobre amigo, me daba lástima imaginarlo defendiendo como un idiota precisamente los falsos valores que iban a acabar con él o en el mejor de los casos con sus hijos; defendiendo el derecho feudal a la propiedad y a la riqueza ilimitadas, él que no tenía más que su consultorio y una casa bien puesta, defendiendo los principios de la Iglesia cuando el catolicismo burgués de su mujer no había servido más que para obligarlo a buscar consuelo en las amantes, defendiendo una supuesta libertad individual cuando la policía cerraba las universidades y censuraba las publicaciones, y defendiendo por miedo, por el horror al cambio, por el escepticismo y la desconfianza que eran los únicos dioses vivos en su pobre país perdido. Y en eso estaba cuando entró el Teniente a la carrera y me gritó que Luis vivía, que acababan de cerrar un enlace con el norte, que Luis estaba más vivo que la madre de la chingada, que había llegado a lo alto de la Sierra con cincuenta guajiros y todas las armas que les habían sacado a un batallón de regulares copado en una hondonada, y nos abrazamos como idiotas y dijimos esas cosas que después, por largo rato, dan rabia y vergüenza y perfume, porque eso y comer chivito asado y echar para adelante era lo único que tenía sentido, lo único que contaba y crecía mientras no nos animábamos a mirarnos en los ojos y encendíamos cigarros con el mismo tizón, con los ojos clavados atentamente en el tizón y secándonos las lágrimas que el humo nos arrancaba de acuerdo con sus conocidas propiedades lacrimógenas.
Ya no hay mucho que contar, al amanecer uno de nuestros serranos llevó al Teniente y a Roberto hasta donde estaban Pablo y tres compañeros, y el Teniente subió a Pablo en brazos porque tenía los pies destrozados por las ciénagas. Ya éramos veinte, me acuerdo de Pablo abrazándome con su manera rápida y expeditiva, y diciéndome sin sacarse el cigarrillo de la boca: “Si Luis está vivo, todavía podemos vencer”, y yo vendándole los pies que era una belleza, y los muchachos tomándole el pelo porque parecía que estrenaba zapatos blancos y diciéndole que su hermano lo iba a regañar por ese lujo intempestivo. “Que me regañe”, bromeaba Pablo fumando como un loco, “para regañar a alguien hay que estar vivo, compañero, y ya oíste que está vivo, vivito, está más vivo que un caimán, y vamos arriba ya mismo, mira que me has puesto vendas, vaya lujo...”. Pero no podía durar, con el sol vino el plomo de arriba y abajo, ahí me tocó un balazo en la oreja que si acierta dos centímetros más cerca, vos, hijo, que a lo mejor leés todo esto, te quedás sin saber en las que anduvo tu viejo.
Con la sangre y el dolor y el susto las cosas se me pusieron estereoscópicas, cada imagen seca y en relieve, con unos colores que debían ser mis ganas de vivir y además no me pasaba nada, un pañuelo bien atado y a seguir subiendo; pero atrás se quedaron dos serranos, y el segundo de Pablo con la cara hecha un embudo por una bala cuarenta y cinco. En esos momentos hay tonterías que se fijan para siempre; me acuerdo de un gordo, creo que también del grupo de Pablo, que en lo peor de la pelea quería refugiarse detrás de una caña, se ponía de perfil, se arrodillaba detrás de la caña, y sobre todo me acuerdo de ese que se puso a gritar que había que rendirse, y de la voz que le contestó entre dos ráfagas de Thompson, la voz del Teniente, un bramido por encima de los tiros, un: “¡Aquí no se rinde nadie, carajo!”, hasta que el más chico de los serranos, tan callado y tímido hasta entonces, me avisó que había una senda a cien metros de ahí, torciendo hacia arriba y a la izquierda, y yo se lo grité al Teniente y me puse a hacer punta con los serranos siguiéndome y tirando como demonios, en pleno bautismo de fuego y saboreándolo que era un gusto verlos, y al final nos fuimos juntando al pie de la ceiba donde nacía el sendero y el serranito trepó y nosotros atrás, yo con un asma que no me dejaba andar y el pescuezo con más sangre que un chancho degollado, pero seguro de que también ese día íbamos a escapar y no sé por qué, pero era evidente como un teorema que esa misma noche nos reuniríamos con Luis. Uno nunca se explica cómo deja atrás a sus perseguidores, poco a poco ralea el fuego, hay las consabidas maldiciones y “cobardes, se rajan en vez de pelear”, entonces de golpe es el silencio, los árboles que vuelven a aparecer como cosas vivas y amigas, los accidentes del terreno, los heridos que hay que cuidar, la cantimplora de agua con un poco de ron que corre de boca en boca, los suspiros, alguna queja, el descanso y el cigarro, seguir adelante, trepar siempre aunque se me salgan los pulmones por las orejas, y Pablo diciéndome oye, me los hiciste del cuarenta y dos y yo calzo del cuarenta y tres, compadre, y la risa, lo alto de la loma, el ranchito donde un paisano tenía un poco de yuca con mojo y agua muy fresca, y Roberto, tesonero y concienzudo, sacando sus cuatro pesos para pagar el gasto y todo el mundo, empezando por el paisano, riéndose hasta herniarse, y el mediodía imitando a esa siesta que había que rechazar como si dejáramos irse a una muchacha preciosa mirándole las piernas hasta lo último. Al caer la noche el sendero se empinó y se puso más que difícil, pero nos relamíamos pensando en la posición que había elegido Luis para esperarnos, por ahí no iba a subir ni un gamo. “Vamos a estar como en la iglesia”, decía Pablo a mi lado, “hasta tenemos el armonio”, y me miraba zumbón mientras yo jadeaba una especie de pasacaglia que solamente a él le hacía gracia. No me acuerdo muy bien de esas horas, anochecía cuando llegamos al último centinela y pasamos uno tras otro, dándonos a conocer y respondiendo por los serranos, hasta salir por fin al claro entre los árboles donde estaba Luis apoyado en un tronco, naturalmente con su gorra de interminable visera y el cigarro en la boca. Me costó el alma quedarme atrás, dejarlo a Pablo que corriera y se abrazara con su hermano, y
entonces esperé que el Teniente y los otros fueran también y lo abrazaran, y después puse en el suelo el botiquín y el Springfield y con las manos en los bolsillos me acerqué y me quedé mirándolo, sabiendo lo que iba a decirme, la broma de siempre:
–Mira que usar esos anteojos –dijo Luis.
–Y vos esos espejuelos –le contesté, y nos doblamos de risa, y su quijada contra mi cara me hizo doler el balazo como el demonio, pero era un dolor que yo hubiera querido prolongar más allá de la vida.
–Así que llegaste, che –dijo Luis.
Naturalmente, decía “che” muy mal.
––¿Qué tú crees? –le contesté, igualmente mal. Y volvimos a doblarnos como idiotas, y medio mundo se reía sin saber por qué. Trajeron agua y las noticias, hicimos la rueda mirando a Luis, y sólo entonces nos dimos cuenta de cómo había enflaquecido y cómo le brillaban los ojos detrás de los jodidos espejuelos.
Más abajo volvían a pelear, pero el campamento estaba momentáneamente a cubierto. Se pudo curar a los heridos, bañarse en el manantial, dormir, sobre todo dormir, hasta Pablo que tanto quería hablar con su hermano. Pero como el asma es mi amante y me ha enseñado a aprovechar la noche, me quedé con Luis apoyado en el tronco de un árbol, fumando y mirando los dibujos de las hojas contra el cielo, y nos contamos de a ratos lo que nos había pasado desde el desembarco, pero sobre todo hablamos del futuro, de lo que iba a empezarlo que había pensado aquella noche, nada más que para hacerlo reír. Al final no le dije nada, pero sentía que estábamos entrando en el adagio del cuarteto, en una precaria plenitud de pocas horas que sin embargo era una certidumbre, un signo que no olvidaríamos. Cuántos cuernos de caza esperaban todavía, cuántos de nosotros dejaríamos los huesos como Roque, como Tinti, como el Peruano. Pero bastaba mirar la copa del árbol para sentir que la voluntad ordenaba otra vez su caos, le imponía el dibujo del adagio que alguna vez ingresaría en el allegro final, accedería a una realidad digna de ese nombre. Y mientras Luis me iba poniendo el tanto de las noticias internacionales y de lo que pasaba en la capital y en las provincias, yo veía cómo las hojas y las ramas se plegaban poco a poco a mi deseo, eran mi melodía, la melodía de Luis que seguía hablando ajeno a mi fantaseo, y después vi
inscribirse una estrella en el centro del dibujo, y era una estrella pequeña y muy azul, y aunque no sé nada de astronomía y no hubiera podido decir si era una estrella o un planeta, en cambio me sentí seguro de que no era Marte ni Mercurio, brillaba demasiado en el centro del adagio, demasiado en el centro de las palabras de Luis como para que alguien pudiera confundirla con Marte o Mercurio.

MONÓLOGO DE UN PERRO ATRAPADO POR LA HISTORIA
Por. Wislawa Szymborska
                            Hay perros de perros. Yo era uno de los elegidos. Mis papeles estaban en regla y por mis venas corría sangre de lobos. Vivía en las alturas y aspiraba el olor de los paisajes: praderas asoleadas, abetos después de la lluvia y pedazos de tierra bajo la nieve. Tenía una casa decente y había gente pendiente de mí. Me alimentaban, me bañaban, me acicalaban, y daba estupendos paseos. Respetuosamente, sin embargo, comme il faut. Todos sabían muy bien de quién era perro yo. Hasta el más pinche gozque puede tener un amo. Pero, ojo, cuidado con las comparaciones. Mi amo era de raza aparte. La espléndida manada seguía cada paso que daba y fijaba en él los ojos con asombrado pavor. Para mí siempre esbozaban una sonrisa tras la cual se vislumbraba una envida mal disimulada. Como yo era el único que podía saludarlo con ágiles brinquitos. Solo yo podía despedirlo mordiéndole los pantalones. Solo a mí me estaba permitido recibir caricias y reburujes cuando tenía mi cabeza en su canto. Yo era el único que podía fingir sueño mientras él inclinaba hacia mí para susurrarme algo. Con frecuencia se encolerizaba y trataba a la gente a los gritos. Gruñía, ladraba y no cabía entre las paredes del recinto. Sospecho que yo era el único que de veras le gustaba: nadie más, nunca. También tenía mis responsabilidades: esperaba y confiaba, ya que él aparecía brevemente y luego se esfumaba. Qué hacía allá abajo en las llanuras, no lo sé. Supuse, sí, que debía de ser urgente, casi tan urgente como mi batalla contra los gatos y contra cualquier cosa que se moviera sin razón aparente.

                            Hay destinos de destinos. El mío cambió de repente. Vino la primavera y el ya no estaba. En casa todo se puso patas arriba. Maletas, cofres, baúles embutidos en automóviles. Las llantas chirriando a toda velocidad cuesta abajo y, luego, silencio tras la curva. En la terraza trozos y escombros en llamas, camisas pardas, brazaletes con emblemas negros, y toneladas y toneladas de cartones machacados desbordantes de estandartes inútiles. Me vi a la deriva en medio de esta vorágine, más asombrado que irritado. Sentí miradas poco amigables sobre mi pelambre, como si fuera un perro sin amo, un gozque fisgón al que espantan escaleras abajo con una escoba. Alguien arrancó mi collar con adornos de palta, alguien pateó mi plato, vacío durante días. Luego alguien más, antes de alejarse, se apeó del carro y me pegó un par de tiros. Ni siquiera sabía disparar derecho, pues me vi moribundo durante largo tiempo, en medio del dolor, a merced del zumbido impertinente de las moscas. Yo el perro de mi amo.

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